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Golden Hill

Francis SppufordAlba392 páginas

Golden Hill

Francis Spufford (Cambridge, 1964) es un brillante ensayista y polemista, autor de una ingeniosa defensa emocional de la fe cristiana que no ha dejado indiferentes. No hace todavía demasiado nadie podría imaginarse, sin embargo, que con su talento superaría a Henry Fielding conjugando el humor con la aventura en su primera y estupenda novela, Golden Hill, que con una buena traducción publica Alba. Si intelectualmente Spufford era lo más parecido a un pulpo capaz de arrancar con sus tentáculos los frutos de los árboles más robustos de la tierra, verlo manejarse con exuberante facilidad en la narrativa de ficción resulta igual de satisfactorio para el lector. Más incluso, porque ya no se escriben novelas de época así, tan despojadas de circunloquios y vanas digresiones. Golden Hill está ambientada en la Nueva York del siglo XVIII, tres décadas antes del estallido de la revolución americana y, sin los deletreos antiguos, mantiene a lo largo de sus páginas el punto de mira sobre los acertijos morales de aquel tiempo en la noche más oscura de las almas.

Richard Smith, un joven caballero londinense, llega a la ciudad con un pagaré por 1.000 libras esterlinas, una fortuna, que espera cobrar. Pronto despierta una curiosidad que él no considera necesario mitigar dando explicaciones sobre su vida o el objetivo de su visita. En un lugar tan pequeño como era entonces Manhattan, todos quieren saber en qué piensa emplear su dinero, a qué se dedica, cuáles son sus negocios. Alguien le advierte que cuando un hombre llega a una ciudad a hurtadillas en tiempo de zozobra con una bolsa de oro puede arriesgarse a la desventura. Pero Smith se niega a revelar sus intenciones y sobre él recaen sospechas de espionaje, un papista a sueldo de los franceses, un charlatán o un turco embaucador, porque es capaz de pronunciar cuatro palabras en la lengua del imperio otomano. Los contratiempos, inevitablemente, surgen.

El protagonista se da cuenta de ello desde el momento en que comprueba el terreno que pisa, la ciudad dividida entre dos facciones opuestas, la que secunda al gobernador y la que se está de parte del juez principal. Entretanto Smith mantiene el flirteo con una de las hijas de su pagador, la maliciosa Tabitha y, a la vez, asiste despavorido a la celebración de la hoguera del día de Guy Fawkes que culmina no sólo con la quema de su efigie sino también con la del Papa y la de Bonnie Prince Charlie. Hay otra conspiración de la pólvora en marcha en el Nuevo Mundo. Apesadumbradamente Smith contempla cómo los habitantes de Manhattan alardean de libertad y de virtud al mismo tiempo que los negros son conducidos con grilletes por las calles.

Por la novela desfilan lances de capa y espada, escenas de sexo articuladas de manera ingeniosa y divertida, mientras la lectura transcurre veloz, provista de eficaces artefactos literarios y de un gran entretenimiento. Además de las agudas observaciones, como las que se refieren al esclavismo, que van surcando la trama para apuntalarla. Los recursos del autor son muchos y variados para captar la atención. Nada se despista.

La provinciana e intrigante ciudad que era Nueva York, convertida en un auténtico personaje, proporciona a su cosmopolita visitante miedo y expectación. "Pues qué individuo para el que el mundo sea relativamente nuevo no siente la razonable emoción, no nota el aliento acelerado y la esperanza por las nubes, cuando cada callejón puede contener una aventura y tras cada puerta puede toparse uno con el peligro, el placer y la dicha", escribe Spufford. Resulta verdaderamente un placer zambullirse en las páginas de Golden Hill, y cuando uno termina la lectura siente haberlo hecho.

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