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EL SÁBADOLa forja de un peligro

El "Pulitzer" David Johnstone, que investiga al actual presidente de EE UU desde 1988, desnuda su personalidad, sus métodos y sus apoyos en "Cómo se hizo Donald Trump"

EL SÁBADOLa forja de un peligro

En 1990, la revista satírica neoyorquina Spy ideó una broma para descubrir quién era el multimillonario más mezquino de la ciudad. Envió cheques de 1,11 dólares a 58 reyes midas y, luego, otro por la mitad de esa cantidad a quienes habían cobrado el primero. La trampa siguió hasta que sólo quedaron dos nombres, que ingresaron en sus cuentas un talón de 13 centavos: Adnan Khashoggi, un traficante de armas bien conocido en Marbella, que pasaba por ser el hombre más rico del mundo, y Donald Trump, un magnate inmobiliario al borde de su primera quiebra, a quien aún faltaba algo más de un cuarto de siglo para ser percibido por miles de millones de personas como la mayor amenaza para su tranquilidad.

La anécdota, que, concedámoslo, tanto puede reflejar codicia como óptima gestión de recursos ajenos, figura en Cómo se hizo Donald Trump, el volumen que el periodista de investigación David Cay Johnston dedicó al magnate hace unos meses. Fue el último intento de Johnston, ganador de un "Pulitzer" en 2001 por sus investigaciones sobre vacíos legales en el sistema fiscal estadounidense, para que sus conciudadanos se lo pensaran dos veces antes de votar. Aunque es evidente que el sistema electoral le hizo fracasar en su empeño, la intentona del hombre que lleva siguiendo los pasos de Trump desde 1988 ha dejado una obra que añade toneladas de información contrastada -o sea, de información- a lo mucho que ya se ha publicado sobre el 45.º presidente de los Estados Unidos.

Cómo se hizo Donald Trump no es una biografía, aunque en sus dos primeros capítulos pueda parecerlo. Es más bien una descripción y un análisis de hechos clave que, organizados de un modo más temático que cronológico, permiten entender los rasgos de la personalidad de Trump, sus tácticas para surfear la jungla del dinero y los apoyos que ha tenido desde que, hacia 1970, decidió lanzarse a la conquista de Manhattan y dejar atrás su distrito natal de Queens, un enjambre humano al que los amos del Universo desprecian como "la gente del puente y el túnel". Así que resulta poco probable que el lector saque nada en claro sobre las esposas de Trump, su número de hijos o los años que ha consagrado a protagonizar telebasura. Pero sí es probable que conozca un puñado de razones por las que nunca debería haber sido presidente de EE UU.

Setentón inmaduro

No es un descubrimiento que Trump, un setentón inmaduro y belicoso como un adolescente inadaptado, es un ególatra misógino y embustero. En las páginas del libro de Johnston se encuentran, sin embargo, suficientes pruebas para descartar que esta media docena larga de epítetos hayan sido encadenados por un periodista cabreado. ¿Ególatra? Trump presume de ser el mejor lector de La Biblia, de haber estudiado en la mejor escuela de negocios o de tener la mejor memoria. ¿Embustero? Su principal recurso ante jueces y periodistas es decir que no recuerda nada. Es verdad que pasó por la afamada escuela Wharton, de la universidad de Pensilvania, pero entró por una puerta falsa y sólo se quedó dos años. Y, en cuanto a La Biblia, es incapaz de citar un solo versículo. Todavía el pasado abril, en plenas primarias, respondió de este nebuloso modo, que tan característico le es, a la invitación de un periodista para que señalase un pasaje evangélico que le hubiese marcado: "Bueno, creo que hay muchos. Quiero decir, si nos adentramos en La Biblia, creo que muchos, muchísimos. Y algunas personas? mire, ojo por ojo, casi se puede decir eso. No es algo demasiado agradable. Pero, bueno, si uno ve lo que está sucediendo en su país (?). Podemos aprender mucho de La Biblia, eso sí se lo digo".

Ojo por ojo. En efecto, la venganza insaciable es otro rasgo de su carácter. De hecho, en sus chapuceras y bien pagadas charlas sobre cómo hacerse millonario solía dar dos consejos: no confiar en nadie -y menos en los empleados eficaces; por eso los despide y los reemplaza por incapaces sumisos- y vengarse siempre de cualquier ofensa o deslealtad: "Cuando te dedicas a los negocios tienes que tratar igual a la gente que te engaña. Tienes que engañarlos quince veces más, tirarte a la yugular, ¡atacarlos a lo bestia!".

Ese encarnizamiento revela, todo sea dicho, una titánica fuerza de voluntad para conseguir sus propósitos. Su carrera presidencial, contra todo y contra todos, lo ha puesto de manifiesto. Ahora bien, y esto tal vez sea peligroso para un presidente de EE UU, lo que marca por encima de todo a Trump es su obsesión por el dinero. "Sencillamente, nunca se imponía el sentido común" cuando pensaba en dinero, le confesó al autor un mediador laboral que llevaba sus relaciones con diversos sindicatos mafiosos cuando construyó la Torre Trump entre cúmulos de irregularidades.

Money, money

Trump quiere dinero, mucho, y lo quiere por el camino más corto. No es hora de entrar a discutir si eso lo descalifica para ser llamado empresario. Allá cada cual con sus niveles de ingenuidad o malicia. Pero lo que es seguro es que esta búsqueda del atajo le ha llevado a transitar por el fango más que por las autopistas y ha puesto a prueba uno de los puntos fuertes que Johnston detecta en su personalidad: "Es extraordinariamente ágil para hacer lo que se le antoja y librarse del castigo".

Para hacer lo que se le antoja, Trump ha necesitado guías y aliados. Su abuelo, un inmigrante alemán, puso los cimientos de la fortuna familiar con tugurios prostibularios próximos a minas o pozos de petróleo. Después, ya en Nueva York, regentó una barbería cuya trastienda era sin duda más productiva que el salón de afeitados. Esta incipiente conexión mafiosa fue desarrollada por el padre de Trump, próximo al Ku Klux Klan y ya orientado a la construcción de bloques de apartamentos que arrendaba a blancos de clase media baja. Uno de sus socios identificados, Willie Tomasello, trabajaba con las familias Genovese y Gambino. Pero el gran paso adelante lo dio Donald.

El salto llegó a través de un personaje al que conoció en 1970, en los días del asalto a Manhattan, y a quien considera su segundo padre: Roy Cohn (1927-1986), que fuera brazo jurídico del senador McCarthy, el impulsor de la "caza de brujas". Sin duda Trump ya lo intuía por tradición familiar, pero junto a Cohn se cercioró de que el camino más rápido pasa por el lado más oscuro. Cohn le puso en contacto con los grandes capos de la mafia neoyorquina, Salerno y Castellano, lo que, además de permitirle construir la Torre Trump sin problemas legales ni sindicales, le abrió de par en par las puertas del Hades: Johnston certifica sus vinculaciones con un gran traficante de cocaína, numerosos gángsters de todo pelaje, familias mafiosas y un amplio surtido de estafadores y curiosos negociantes como su amigo Khashoggi.

Pero la mejor herencia de Cohn, flagelo de homosexuales y víctima del sida, fue que le enseñó a librarse del castigo en el filo de la navaja: "En una ocasión me contó que había pasado más de dos tercios de su vida adulta acusado de uno u otro cargo. Aquello me asombró", afirma Trump en El arte de la negociación, el primero de la docena de libros en los que figura como autor. Cómo manejar a la prensa y cómo lidiar con el sistema judicial fueron sus dos mejores lecciones, junto con el principio de que un contraataque masivo es la mejor defensa.

En esencia, Trump se basa en la constatación de que una buena parte de los periodistas se limita a tomar nota de declaraciones y reproducirlas. De ahí que lance continuas cortinas de humo, distorsione, se contradiga. Y para quienes tengan la tentación de profundizar, Cohn le enseñó a amenazar con la demanda, que, sólo por los gastos que conlleva, resulta muy disuasoria. El magnate, a quien demandar le excita el ánimo vengativo, ha estado envuelto en más de tres mil. En cuanto a las investigaciones judiciales, Johnston da fe de que Trump sabe muy bien cómo engrasarlas, sobre todo si hay campañas de por medio. Y cuando el farol y la amenaza fallan, la clave es el pacto. Trump ha logrado evitar que varias condenas en primera instancia se hicieran firmes llegando a acuerdos económicos con los demandantes. Tal vez esa experiencia le sea útil en la Casa Blanca, a él y al mundo, para saber cuándo tiene que frenar.

Pese a todo, la carrera de atajos de Trump chocó al fin con un muro. En 1990, el constructor, metido a dueño de casinos en Atlantic City desde 1988, debía más de 3.000 millones de dólares a unos 70 bancos y estaba en quiebra. Por supuesto, renegoció su deuda, pero el pacto con los bancos tenía que ser refrendado por la comisión del juego de Nueva Jersey. Sin ese placet, Trump perdería su licencia y el pacto se vendría abajo: sus propiedades eran calderilla si faltaban las mesas de juego. La comisión fue receptiva a las sugerencias de los bancos y decidió que, al fin y al cabo, Trump era ya demasiado grande para dejarlo caer.

Desde ese día, hace ya más de un cuarto de siglo, Trump es un rehén de los bancos, que lo tienen en auditoría permanente, y buena parte de su actividad consiste en franquiciar su nombre, a menudo a estafadores. Se desconoce el importe de su fortuna -podrían ser 3.000 millones o 10.000-, como se desconoce el montante de su deuda, de sus hipotecas o de su declaración de la renta. En realidad, afirma Johnston, su emporio "es un castillo de naipes". De hecho, y esto no lo dice Johnston, podría estar en permanentes números rojos. Pero a él no le importa, porque, como tantos de sus colegas, sabe que la deuda es sólo un concepto relativo que se maneja pedaleando. ¿Tiene algo que ver todo esto con su salto a la política? También se desconoce. Aunque lo único realmente importante es que un presidente de EE UU no debería estar hecho de la madera de un negociante que confiesa: "Por supuesto, fui un aventurero. Y me fue bien".

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