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Gracias a la vida, que nos ha dado tanto

Aquella mañana cumplía yo antes de las 8 mi disciplina casi diaria, unos kilómetros a paso rápido antes de entrar en el gimnasio para compensar mis excesos de antaño con chutes de vida saludable. Respiraba el aire marino casi al trote por la zona portuaria, veía admirado las grúas como esculturas portentosas, la belleza de la ciudad que trepaba monte arriba, la gente venida del otro lado de la ría que desembarcaba como cada día para ir a sus oficios... Entonces me vino a la mente aquella canción de Mercedes Sosa y canturreé en voz baja su comienzo: "Gracias a la vida, que me ha dado tanto". A la vida yo le agradezco simplemente estar vivo, ver, oír, poder tocar y sentir, enfadarme y alegrarme, llegar a fin de mes con dignidad y si se puede, tener alguien a quien amar porque, como dice un poema cuyo autor desconozco, el dinero puede comprar una casa pero no un hogar, comprar un reloj pero no el tiempo, una cama pero no el sueño, una posición social pero no el respeto. Es cierto que los humanos necesitamos muy poco para ser felices, pero también mucha experiencia para comprenderlo, y en mi caso tuvo que pasar más de medio siglo. En eso pensaba yo en los últimos metros de mi paseo matutino. Me sentí pletórico simplemente por tener vida, no tener hambre, dolor, depresión u otra enfermedad que disiparan o pusieran en cuestión ese agradecimiento.

Lavidaeslahostia, así, todo junto. No es que recurra yo a frases malsonantes, es que esa es la denominación del movimiento juvenil cuyos líderes estuvieron ayer en Vigo dando uno de sus seminarios, movimiento aún en fase embrionaria que lucha contra el pesimismo, el victimismo y la mediocridad, que tiene como objetivo animar a los jóvenes a emprender, siempre con un espíritu positivo y optimista, con un lema que llevan en sus camisetas: ¡La vida es la hostia! Yo no podría ingresar en ese movimiento porque ellos tienen la vida por delante mientras que la mayor parte de la mía la tengo por detrás, como una mochila de memorias, un almacén de recuerdos. Haber llegado hasta aquí sin deterioro conocido salvo la inminencia de la vejez ya es razón suficiente para dar gracias a la vida tras ver caer a tantos en el camino, tras vivir sintiendo que transitas por un campo minado o bajo un bombardeo impredecible. Estos días tuve una de esas experiencias que debiéramos vivir periódicamente como aprendizaje. Por causa de una amiga a la que se le declaró una neuropatía inesperada (no tanto si se tienen en cuenta sus hábitos) y que vive con terror su, eso sí, inesperada limitación de movimientos, estuve toda una tarde en un hospital. Los centros sanitarios son escuelas de vida porque su visita te visibiliza, por un lado, la endeblez de nuestra existencia, que puede pasar del todo a la nada en un minuto; por otro, te hace valorar la vida y la salud de que disfrutas como un privilegio diamantino por el que debes sentirte jubiloso y agradecido.

Ese día lo pasé en un hospital pero la gravedad del caso de mi amiga, que aún empieza ahora la década de los cincuenta, obligó a la familia a tomar una decisión urgente porque en el centro sanitario ya habían cumplido sus funciones y debían liberar la cama de esta mujer a la que, simplemente, había que buscar un refugio en el que le sustituyeran todas esas capacidades para las que ya no era autónoma, como comer. La ausencia de alternativas para casos como estos cuando la familia no puede atenderlos la llevó a buscar un centro de ancianos, es verdad que de los mejores de su ciudad y en habitación individual con terraza, pero en un medio ambiente generacional que no era el suyo, entre gentes (una parte desoladas) de muchos más años. Precio, el doble de una jubilación media en España.

Si un día lo viví en un hospital, el siguiente fue en un geriátrico, donde la primera impresión al entrar no fue edificante al ver por butacas, sofás o sillas de ruedas todo ese desplome de la vida, esas caras alargadas que ya esperan poco más que la muerte apartadas de lo que siempre fue su vida cotidiana, sus amores y desamores. Y menos mal. Si el centro hospitalario es una escuela que te permite valorar tu salud, el de mayores te enseña a amar las energías de que dispones, a valorar las cosas sencillas que puedes hacer cada día pero, sobre todo, es una academia de humildad que te recuerda el poco tiempo de que disponemos, solo una vida, su fragilidad y lo que debemos disfrutarlo antes de llegar a ese momento que nos iguala a todos, pobres y ricos.

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