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La mirada de Lúculo crónicas gastronómicas

Un asunto algo resbaladizo

Metternich y la viscosa anguila: de pescado proletario a figurar en la carta de los grandes restaurantes

Un asunto algo resbaladizo

No me enteré en Comacchio de la relación entre las anguilas y Metternich, el arquitecto de la "Europa de Hierro" que trajo el Antiguo Régimen. La historia, sin embargo, revela el carácter sinuoso y hasta cierto punto insobornable de aquel ultraconservador, uno de los mayores enemigos de Napoleón Bonaparte. Coincidiendo con el Congreso de Viena, una delegación de vecinos de Romaña, la región italiana donde se encuentra Comacchio, regalaron a Metternich cuatro barriles de anguilas asadas en pincho y ahumadas esperando ganarse su favor y lograr en el momento del reparto de Europa la anhelada autonomía, o lo que es lo mismo poner tierra de por medio con el poder papal. El Príncipe aceptó sin comprometerse a nada; finalmente se escurrió como si de una anguila se tratara.

Comacchio es una ciudad pequeña surcada por canales a poco más de 40 kilómetros de Ferrara, en el noreste de Italia. Una Venecia en modesto donde la pesca de la viscosa anguila representaba ya hace siglos una ocupación. En esta actividad de bajura tradicionalmente los pescadores se instalaban en cabañas sobre balsas, distribuidos en cuadrillas. Cuando terminaba la temporada, optaban por transportar el pescado a Venecia en unas balsas jaula llamadas marotte o bien limpiarlo ellos mismos, adobarlo después de haberle quitado la cabeza, ensartarlo en un pincho y asarlo al fuego. Dumas ya contaba cómo en los pantanos de Comacchio se veían anguilas de más de dos metros de largo y diez kilos de peso. Presumiblemente ya no las hay tan grandes pero las que pesan y miden la mitad, capitoni, son las más apreciadas por las italianos, sobremanera en Navidad. Mucho más que las buratelle, las pequeñas, ideales para freír. Ello demuestra cómo son de diferentes los gustos gastronómicos locales en lo que atañe a las anguilas y su tamaño. Mientras que Italia las prefieren grandes y gordas, las crías son en el Cantábrico y en el Sudoeste francés uno de los bocados más distinguidos y caros. Me estoy refiriendo, como es natural, a las angulas, que llegan a finales de invierno procedentes de los Sargazos tras haber visto la luz unos tres años antes. Necesitarán otros veinte más, como mínimo, para convertirse en anguilas. No sé para llegar a pesar los diez kilos de los capitoni que avistó o se imaginó el gran Dumas en los pantanos.

No existe probablemente en el universo un pez más curioso que la anguila. Tampoco uno que haya pasado del consumo proletario al aristocrático de manera tan evidente. De ser un sustento pobre, a los grandes restaurantes que la incluyen ahumada en sus cartas, en buena medida por la influencia japonesa en la cocina actual. Es cierto que tradicionalmente nunca se dejó de consumir en la Albufera de Valencia, frita o en ajadas ( all i pebre); los franceses en sus matelots (guisada con vino) o los italianos asadas al ferri (pincho).

En Dinamarca y en otros país nórdicos, el consumo de anguila ha sido habitual, preferentemente la ahumada. Aunque también frita o cocida. Los daneses hacen con ella pasteles de pescado y hasta una variedad de pan. En algunas ocasiones abusan de combinarla con mantequilla, lo que resulta especialmente contraindicado puesto que la anguila es ya un pez lo suficientemente graso. En Portugal, se comen tradicionalmente las de un tamaño medio tirando a pequeño, fritas. Las enguias abundan en Aveiro, otra ciudad con canales que presume de sus barcos moliceiros; verlas en la carta solía ser para mí una alegría en Sinal Vermelho, el popular restaurante lisboeta de la Rua das Gáveas.

La anguila se puede encontrar viva, fresca, congelada, ahumada y hasta enlatada. Si aún colea hay que consumirla acto seguido de su muerte, no aguanta demasiado. De tener que matarla uno, recuerden que es igual de escurridiza que Metternich respecto a la autonomía romañola: la mejor técnica consiste en decapitarla con unas tijeras si es pequeña, con un golpe cortante en el caso de ser grande. Luego con las mismas tijeras se eliminan las entrañas. Si se cocina con la piel, se frota con sal gruesa para despojarla de la viscosidad del mucílago. Para pelarlas, se hace una incisión alrededor de la cabeza con un cuchillo afilado, rasgando con fuerza en dirección a la cola. El hígado es tóxico y, moderadamente, también la sangre. Con la cocción la toxicidad desaparece.

El mejor momento para disfrutar de las anguilas es el final del verano y el otoño, cuando los ríos descienden al mar. Son reconocibles porque en este período tienen el abdomen blanco plateado y el dorso de un tono gris verdoso. En los valles de Comacchio la temporalidad es otra cosa: se crían en cercas. Con ello se evita el riesgo de la pesca en fondos fangosos y el sabor deleznable que deja en el pescado, pero el asunto pierde algo de interés.

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