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Guindal, un periodista afecto a la bondad

Mariano Guindal, un hombre con buena suerte. // FdV

Uno de estos días tendría que haber presentado en Vigo y su Club FARO a uno de esos periodistas de excepción, Mariano Guindal, perteneciente a una generación que vivió el frenesí de la última transformación de la historia de España, desde Franco hasta Torra, del plomo al digital. Gente entre la que él pudiera ser el alevín pero al fin y al cabo de su estirpe generacional y de la que muchos integrantes han fallecido recientemente como José Antonio Sentís, César Alonso de los Ríos, Pedro Erquicia, Iñigo, José María Cavero, Manu Leguineche... Y es que Guindal nació en 1951, el mismo año que a mí me tocó nacer. No pude presentarlo con su libro "Un hombre con buena suerte", sus memorias "apasionadas" de reportero, porque su oncólogo le prohibió desplazarse desde Madrid a Vigo.Ese libro, de 580 páginas, le certifica como testigo de todo lo que vivimos en las Redacciones desde la última etapa del franquismo y el proceso de la Transición, que era un proceso hacia la luz de la democracia y el diálogo, en contraste con este "procés" que nos asombra ahora a los que aún seguimos llenando el papel, que va hacia la oscuridad, la división, la insolaridad y el populismo. Con la Transición fuimos haciendo desaparecer aquel nacionalismo español apestoso y macarra y ahora nos ha renacido otro nacionalismo de periferia y "pacíficos" butifarrendistas prestos a convertirse en turba exaltada y grotesca, un regreso al pasado romántico de trágica memoria.

Antes de leer el último libro de Guindal, con el apremio de quien tendría que presentarlo, el azar me llevó a visitar otro, "El oficio más hermoso del mundo", escrito por un periodista de una generación anterior a la nuestra y aún en activo, José Martí Gómez, nacido en 1937, amigo de Josep Ramoneda y Montalbán, como Guindal lo fue de Manu Leguineche (su maestro en el oficio), Oneto, Fermín Cebolla, Umbral o María Antonia Arias. Debo decir que la lectura de la vida de Guindal me puso ante el espejo de la mía y esa generación que llaman del 68 porque, desde que ambos empezamos a enamorarnos oyendo a Adamo con "Mis manos en tu cintura" o "Capri c'est fini", cantando " Dalilah" de Tom Jones, bailando el "Black uis Black" de Los Bravos o admirando a Twiggy, los Beatles y los Rolling (por no hablar de Dylan o Baez), vivimos ua sucesión de acontecimientos de lujo periodístico. Comenzaron poco antes de la muerte de Franco y se precipitaron tras depositarle en el Valle de los Caídos (de donde no han conseguido sacarle) y el transcurso de una radical etapa de cambio de la nación española en la que algunos aún sobrevivimos periodísticamente aunque hayan caído muchos de los que empezaron con nosotros en el camino. Vivimos desde diferentes posiciones y distancias las mismas emociones con la pluma en la mano y el ordenador después, aunque a algunos el azar de nacer en la protección de las clases medias nos evitara la dureza de partida de gente como Mariano Guindal, parido en una chabola de los arrabales de Madrid, huérfano de padre desde los 2 años con la fortuna de una madre amantísima y luchadora pero que no pudo evitar internarlo en un orfanato cuando no había nada que llevar a la boca, y que hubo de hacer la carrera a trompicones, compattiéndola con horas de trabajo porque no había nadie que se la pagara .

Pero a mí, de su libro, que es un apasionante recorrido por esa profesión que le llevó desde España y el asesinato de Carrero Blanco al Mayo francés, la URSS del Gulag y la perestroika, la Revolución Cultural china o el Irán de los ayatolás, me han impactado especialmente sus primeras páginas. Un "confieso que he vivido" en el que afirma cosas como que saber gestionar su mala suerte es el secreto de su buena suerte y que la más fuerte columna que la sostiene es que se siente querido. Guindal comienza su libro con unas reflexiones tan breves como lúcidas entre las que hay una que destaca esencialmente: su abuelo Ignacio, pastor de ovejas, un hombre justo, honesto e íntegro, siempre le decía que debía de ser una buena persona porque la bondad es la máxima expresión de la inteligencia. A los buenos a veces los dan por tontos pero lo cierto es que la maldad es la más baja condición del intelecto.

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