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Funcionar, solo funcionar, una maravilla

La ausencia de dolor, la vida sin angustia, una suerte

Eres de los que, por un azar, no te duele nada? No nos damos cuenta de lo maravilloso que es dar un paseo por la plaza de la mano de la que persona que amas. Ni siquiera eso. No nos damos cuenta de lo maravilloso que es dar un paseo simplemente, o sentarse a ver pasar gente, o levantarse cada mañana ¡y no tener ningún dolor! Yo no conozco por ahora la enfermedad más que por otros, y no me refiero a las que pasamos todos sino a esa que nos conmueve nuestro instinto de supervivencia, la que nos sitúa en la ribera salvaje de la vida, pero tengo referencias cercanas que me hacen suponer que hay que vivir cada momento como si estuviera uno preparado para morir. Incluso lo decía Sartre, lo que lo hace más creíble. Pero a mí esta certeza me la han dado los años porque hasta hace poco no era consciente de lo que vivo ahora: un entorno bombardeado por proyectiles cardíacos, cancerosos, óseos... unas bombas de racimo metastásicas de las que me voy salvando por azar, que nos obligan a los que vamos esquivando la enfermedad o el dolor a caminar como agradecidos supervivientes entre los cráteres que esos impactos dejan sobre el terreno antes virginal e inmaculado de la salud. Los que gozamos la suerte de conocer la enfermedad solo como una amenaza, tenemos sobrados testimonios cercanos que nos dicen que un día inesperado, cualquier cosa con nombre médico puede interrumpir nuestro acomodado paso por la vida como ya lo hizo con no pocos amigos, y esto a mí me empuja al menos a dos consideraciones.

Ser humilde es una de ellas porque ese ser sano que nos habita y nos lleva a veces a envanecernos y creernos invulnerables puede ver su yo chamuscado a la vuelta de una esquina, su identidad estropeada al ver cómo ese paso deportivo y enérgico se ve aquietado o sesgado por unas muletas o una silla de ruedas, o que esos esfínteres poderosos que te permiten ordenar algo tan crucial como tu vida excretora pueden necesitar la ayuda de pañales en un incidente prostático, o que ese hablar claro y vocálico puede convertirse en un solo golpe de ictus en una pérdida de esa fantástica capacidad que es la palabra. ¡Hablar, solo hablar, caminar, solo caminar, ver la luz cada día al levantarse, qué gran suerte! Una segunda consideración. ¿Cómo es posible que en esa débil frontera entre salud y enfermedad en que vivimos los humanos, en esa precariedad en la que habitamos, nos insultemos, nos engañemos, nos matemos por un trozo de tierra, seamos incluso capaces de herir a quienes hemos amado?

Cuenta Anatole Broyard en su altamente recomendable libro "Ebrio de enfermedad", que en las primeras etapas de la suya no era capaz de orinar, dormir o defecar, y habla del placer casi voluptuoso que sintió cuando su médico se lo arregló y pudo hacer lo que toda su vida anterior veía como normal y por tanto no valoraba, por ser cotidiano, como algo extraordinario. "¡Qué maravilloso es funcionar simplemente, sin más pretensiones -escribía- , como comer esa hamburguesa que me hizo mi mujer y me pareció la más fabulosa en la historia de la humanidad". Yo nunca estuve ingresado en un hospital pero imagino que, cuando llevas ahí tiempo y se ciernen sobre ti velados augurios en una soledad sobrecogedora, cuando como Broyard te ves con un tubo intravenoso en el brazo y un catéter en el canal de la uretra, cuando paseas por la planta harto de la cama sujeto a un carrito metálico con un despiadado uniforme que se abre por atrás, ver desde una ventana ese mundo real de la ciudad que antes maldecías, te podrá parecer extraordinario.

Tengo una amiga asaltada a traición por un cáncer que parece que la deja pero se resiste a irse sin producir zozobras y continuos dolores. Beatriz, por ejemplo. No sé cómo habría recibido la noticia y qué fases anteriores pasó pero sí que hubo un momento en que se convirtió en una luchadora sin perder la sonrisa y que hizo y sigue haciendo por los derechos de enfermos como ella, tareas heroicas que nunca hubiera hecho si la enfermedad no la hubiese afectado. Y el dolor, cuánto valora ella tener un día sin dolor, cuánto a los que trabajan en esas unidades hospitalarias que luchan para paliar sus efectos. La pregunta que está en ese libro de Broyard y que se habrá hecho ella y muchos como ella es si ante un diagnóstico de esos que te caen como una maza uno tiene que tomarlo como una amenaza que lo hunde y le acongoja, como una profecía o como un reto. Bea no solo lo convirtió en reto sino en relato, o sea que en vez de tratar su enfermedad como un desastre la convirtió en relato de sí misma que además ha servido para ayudar a los demás convertida en arma de combate social, y eso es terapéutico. Como diría un psicoanalista, no hay nada peor que el silencio en la aflicción. Y el dolor, qué agradecidos debemos estar al azar (antes se decía Dios) simplemente por no tenerlo.

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