Los motivos que llevaron a Miguel O Murciano y su mujer, Esther, a colaborar en el secuestro son todavía un misterio. Este matrimonio de sexagenarios, propietario de la granja de Lalín, había regresado hace una década de Francia. Llevaba una vida tranquila y discreta en Xar, una aldea de treinta vecinos, donde construyeron la vivienda y las porquerizas en las que permaneció recluido el empresario cambrés A.D.N..

Los residentes recuerdan que esta pareja regresó de Burdeos con una boyante situación económica, que fue a menos con el tiempo. Desde hace un año vivía con ellos su nieto, hijo de Isabel, una de las detenidas y pareja del cabecilla de la banda. El menor, de 14 años, se encontraba en la vivienda en el momento en que la Guardia Civil echó la puerta abajo con ayuda de un ariete y fue trasladado con su padre, de Silleda.

La casa, la más alejada de la aldea, abierta al monte por la parte posterior, proporcionaba a los raptores el escondite perfecto. Nadie en el pueblo podía imaginar que sus vecinos jubilados mantenían oculto en un sórdido galpón a un hombre al que durante cinco días se le dispensó un trato miserable. Atado, con la cara cubierta, recluido en un frío habitáculo de dos metros por dos, tumbado en un sucio jergón y obligado a orinar y defecar en un montón de serrín amontonado junto al cabecero. Una escena inimaginable para el vecindario. Nadie notó ningún movimiento extraño en esta casa de campo, con la fachada a medio revestir.

El día de la liberación del rehé, olía a leña en la cocina en que uno de los detenidos permanecía de cara a la pared, esposado. En el primer piso, Ester y Miguel respondían en voz tenue a los periodistas. A.D.N. declaró que en ningún momento fue golpeado. Que no pudo ver a sus raptores, solo escuchar sus voces. Algunas más amenazantes que otras. La investigación determinará la implicación de los detenidos.