Canarias más allá de los confines

El talento de los científicos canarios traspasa los límites del conocimiento, explorando cuevas donde no entra la luz, océanos aún por comprender y cielos tan lejanos que rozan los márgenes del universo.

Octavio Fernández, en uno de los tubos del volcán Tajogaite, en La Palma.

Octavio Fernández, en uno de los tubos del volcán Tajogaite, en La Palma. / Arturo Rodríguez

Las Palmas de Gran Canaria / Santa Cruz de Tenerife

En los rincones más remotos del planeta —bajo el mar, en las entrañas de la tierra o más allá de la atmósfera— hay acento canario. Biólogos que siguen el rastro de especies desconocidas en cuevas submarinas, espeleólogos que se adentran en tubos volcánicos aún calientes, astrofísicos que escrutan agujeros negros y planetas fuera del sistema solar…Son mujeres y hombres nacidos en las islas que han hecho de la curiosidad su brújula y dedican su vida a explorar los confines del mundo, esos territorios extremos donde la mayoría nunca pondrá un pie. Canarias, punto de partida en el mapa, se convierte en un faro hacia los márgenes del planeta. Su trabajo recuerda que, desde un pequeño archipiélago en medio del Atlántico, también se puede abrazar la inmensidad y ampliar los límites de la ciencia. Porque hay quienes buscan respuestas donde casi nadie mira, y lo hacen con los pies en la lava y la mirada en el infinito.

Parte de esa búsqueda por comprender lo desconocido se libra bajo nuestros propios pies, en las entrañas volcánicas de las Islas, donde Octavio Fernández, vicepresidente de la Federación Canaria de Espeleología, explora escenarios que podrían parecer de otro planeta. Su trabajo en la colada del volcán Tajogaite consiste en identificar bocas, medir temperaturas y evaluar si se puede entrar: muchos de ellos siguen aún a más de 200 grados y un aire irrespirable a 80 grados. Uno de los más accesibles es el llamado tubo rojo, un ramal del sistema Paraíso-Todoque que presenta una corriente de aire entre dos bocas, lo que permite adentrarse hasta zonas donde el calor es soportable.

El estudio de los tubos volcánicos de Canarias no solo abre ventanas al pasado geológico, también al futuro de la medicina. En colaboración con el Instituto de Recursos Naturales y Agrobiología de Sevilla, Fernández investiga desde 2012 la microbiología de estas cavidades. Algunas de las bacterias halladas en su interior muestran una notable capacidad antibiótica, con potencial para combatir cepas resistentes a los tratamientos actuales. Estos hallazgos refuerzan la idea de que los ambientes extremos pueden ser aliados clave en la lucha contra una de las grandes amenazas sanitarias del siglo XXI: las bacterias ultraresistentes.

Los investigadores del IAC Cristina Ramos y Jonay González en el observatorio del Teide.

Los investigadores del IAC Cristina Ramos y Jonay González en el observatorio del Teide. / Arturo Jiménez

Más allá del volcán Tajogaite, el patrimonio subterráneo de Canarias encierra joyas de incalculable valor. La Cueva del Viento, en Tenerife, se extiende a lo largo de más de 17 kilómetros, y en Gran Canaria, la Cueva de las Lobas conserva un tubo volcánico de más de 14 millones de años, un caso rarísimo en el mundo. La estructura del tubo, su tamaño reducido y las características geológicas de la zona han permitido su conservación contra todo pronóstico. Explorar estos espacios exige algo más que conocimiento técnico: también temple. «Hay pasos tan estrechos que solo puedes atravesarlos vaciando los pulmones», detalla Fernández, quien reconoce que lo que le impulsa es la adrenalina y poder entrar en un lugar al que nunca ha llegado nadie antes.

Mundos habitables

Adentrarse en estas cavidades no es solo un viaje hacia las entrañas de la Tierra. Es también un ensayo general de lo que podría ser la exploración de otros mundos. La intensa radiación solar convierte la superficie de Marte en un entorno hostil, pero sus tubos volcánicos podrían ofrecer refugio a formas de vida microbiana. Si alguna vez existió —o aún persiste—, probablemente se encuentre bajo tierra, debido a la intensa radiación solar que hay en la superficie del planeta rojo. «Si hay vida en Marte, estará refugiada en tubos volcánicos como los de Canarias», afirma Fernández.

Del interior de la Tierra al infinito del cielo, la exploración de lo desconocido adopta formas distintas, pero nace de la misma pulsión humana por comprender. Mientras unos buscan rastros de vida bajo la lava, otros levantan la mirada hacia las estrellas en busca de mundos habitables. Desde los observatorios de Canarias, considerados entre los mejores del mundo, Jonay González, coordinador de investigaciones del Instituto de Astrofísica de Canarias (IAC), mira hacia los confines del universo. Su herramienta es la luz: la que emiten estrellas y planetas lejanos y que, tras un viaje de años luz, permite a los científicos analizar su composición sin necesidad de acercarse. «Las estrellas están muy lejos y no podemos recoger una muestra para analizarla, así que la luz que nos llega nos permite analizar esa estrella», explica González, quien trata de descubrir las historias que cuentan los objetos más antiguos del universo, buscando estrellas y estudiando las supernovas.

Alejando Martínez, buceando en la Cueva de los Lagos, de Lanzarote.

Alejandro Martínez, buceando en la Cueva de los Lagos, de Lanzarote. / Guillermo García Gómez

El objetivo último de su trabajo es localizar un planeta similar al nuestro, en la zona de habitabilidad de otra estrella: ni demasiado lejos ni demasiado cerca, el punto exacto donde podría existir agua líquida. Es una tarea que trasciende al sistema solar. Para ello, uno de los métodos más prometedores es el estudio del tránsito de exoplanetas. Cuando un planeta pasa frente a su estrella, oculta una pequeña parte de su luz. Analizando esa luz filtrada por su atmósfera, los científicos pueden deducir de qué está compuesta. El IAC ha participado en el primer cartografiado 3D de la atmósfera de un exoplaneta, una técnica pionera que permite intuir incluso sus condiciones meteorológicas. Ese análisis sutil abre nuevas vías para detectar mundos habitables a años luz de la Tierra.

Euforia contenida

Uno de los trabajos más destacados de González se centró en Barnard, la estrella aislada más cercana al Sol. El equipo del IAC fue capaz de detectar una «subtierra», un planeta de masa ligeramente inferior a la de nuestro planeta, que orbita esa estrella. Lo lograron midiendo un efecto casi imperceptible: la leve oscilación de la estrella provocada por la gravedad del planeta. «Nunca vemos el planeta, solo detectamos el tirón que ejerce sobre su estrella», detalla. Lograrlo exigió construir un instrumento capaz de registrar variaciones de apenas 9 centímetros por segundo, una precisión extrema instalada en el Very Large Telescope (VLT), un telescopio reflector con un espejo de 8.2 metros ubicado en Chile.

«Mis ecosistemas favoritos son las cuevas, porque forman parte del límite de nuestro conocimiento y en ellas se encuentran formas de vida rarísimas», Alejandro Martínez

Pero incluso cuando los datos lo confirman, el hallazgo de un nuevo objeto no es una celebración inmediata. En ciencia, cada descubrimiento atraviesa un riguroso proceso de verificación. «Hay una euforia contenida, porque sabes que tu trabajo será examinado al detalle para comprobar que es real», aclara González. Las primeras evidencias deben resistir preguntas y pruebas cruzadas. Solo así un planeta o una estrella recién descubierta se gana su lugar en los catálogos del universo.

Todo lo que observan los astrofísicos está tan lejos que, a partir de cierto punto, las distancias se miden en años. La estrella más cercana a la Tierra, el sistema triple Alfa Centauri, está a cuatro años luz. Si el Sol tuviera el tamaño de una naranja y la Tierra el de una cabeza de alfiler, habría que colocarla a diez metros. En esa misma escala, la estrella más cercana estaría a una distancia equivalente a la que separa Canarias de Londres —unos 2.800 kilómetros—. Así de vasto es el universo que estudian desde lo alto de las cumbres isleñas. 

Y en ese océano de distancias imposibles, hay regiones aún más extremas: los agujeros negros, donde la luz deja de existir. Los ojos canarios también observan lo que ocurre en las galaxias más lejanas. Más concretamente qué evolución han tenido a lo largo de toda la historia del universo y el efecto que juegan los agujeros negros en estas formaciones. A esto se dedica la científica titular del Instituto de Astrofísica de Canarias, Cristina Ramos, que escudriña el impacto que estas regiones del espacio tienen en la formación de estrellas. 

Para ello, utiliza datos recopilados a través del telescopio espacial James Webb, un ojo humano hacia el universo capaz de observar galaxias cada vez más cercanas al Big Bang. Porque observar lo más lejano del universo también supone retroceder en el tiempo. ¿Cómo es posible? Por el tiempo que tarda la luz en llegar a nosotros. A través de estos telescopios se capta la que esas galaxias tan lejanas emitieron hace millones de años, cuando el universo —que hoy es todo un adulto de 13.700 millones de años—, era apenas un bebé de 300 millones de años. «Esas galaxias ahora son iguales que la nuestra pero como la luz tarda tanto en llegar a nosotros lo que estamos viendo es la que emitieron entonces», explica.

Desde lo alto de las cumbres isleñas, Canarias observa el universo con la mirada puesta en planetas habitables, estrellas nacidas en los albores del cosmos y galaxias tan lejanas que permiten asomarse al pasado del universo.

Pero gracias a esto se puede estudiar la evolución completa del universo y aunque debido a la limitada vida del ser humano nunca podremos observar la transformación completa de una galaxia sí que se pueden tomar fotos en sus distintos momentos de evolución. «Es como si vieras imágenes de personas distintas cuando son bebés, adolescentes, adultos y ancianos, podrías hacerte una idea de la evolución de una vida humana aunque no fuera la misma persona», apunta. 

Fósiles vivientes

La evolución tecnológica facilita que los investigadores pueden ver cada vez más allá y los retos del futuro pasan por conseguir entender qué ocurre en esas galaxias tan lejanas. Todavía se encuentran cosas que desconciertan a la comunidad científica y queda mucho por descubrir. 

En los confines del universo, la luz desaparece de nuestros ojos. Pero bajo nuestros pies, hay lugares donde tampoco entra: las cuevas submarinas. Alejandro Martínez es biólogo y ecólogo evolutivo y ha hecho de estos espacios su lugar de trabajo. «Mis ecosistemas favoritos son las cuevas, porque forman parte del límite de nuestro conocimiento y en ellas se encuentran formas de vida rarísimas», afirma. Desde su campo, estudia cómo los animales se han adaptado a vivir en la oscuridad absoluta, en nichos tan extremos como fascinantes.

Las cuevas, explica, son sistemas cerrados, fragmentos de la biosfera que evolucionan por separado, como pequeños mundos dentro del nuestro. Cada una funciona como una página en blanco en la que la evolución escribe una historia distinta. Allí, su equipo busca eslabones perdidos y criaturas extrañas, analiza su alimentación, sus interacciones y sus estrategias de supervivencia. Si hay un lugar que condensa la riqueza biológica en estado puro, es el Túnel de la Atlántida, en Lanzarote. Se trata del tubo volcánico submarino más largo del planeta. Se formó hace unos 21.000 años tras una erupción del volcán Corona y fue inundado por aguas marinas al final de la última glaciación. Tiene 1.600 metros de longitud y termina a 64 metros de profundidad, cerca de los Jameos del Agua. «Solo en esa cueva hemos encontrado 38 especies endémicas, algunas exclusivas del túnel y otras compartidas con los jameos. En un sitio tan pequeño, esa cifra es una locura», dice Martínez. Algunas especies son tan primitivas que se las considera fósiles vivientes, otras parecen criaturas rescatadas del abismo oceánico y nadie entiende aún cómo llegaron allí.

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