Ons, la pérdida de una cultura que reclama su identidad
La asociación Ons en Loita exige que se reconozca la propiedad de las casas a sus vecinos
Defienden que la esencia de la isla desaparece con sus habitantes

Casa del señor Franciscoen 1970 en la isla de Ons. / ARCHIVO FERNANDO ALONSO
Malena Álvarez
“Nuestra tierra aún no es nuestra”. Este fue el reclamo inicial con el que los vecinos de Ons empezaron su lucha para obtener la propiedad de las casas de sus antepasados. Cinco años después, los isleños siguen a la espera. La presidenta de la asociación Ons en Loita, María José Pérez, asegura que la Xunta “busca un futuro totalmente turístico para la isla, eliminando la cultura y a los vecinos”.
Esta fundación nace en el año 2019 cuando, desde la Conselleria de Medio Ambiente de la Xunta de Galicia y la dirección General de Parques, se aprueba el Plan Rector de Uso y Gestión del Parque Nacional de las Islas Atlánticas de Galicia “de forma unilateral y sin contar con los vecinos”, según apunta María José. Como consecuencia de esta norma solo podrían acceder a Ons, en calidad diferente a la de turista, los propios concesionarios de la casa, sus cónyuges y los hijos de estos.
“Mi madre tiene la concesión del domicilio nº 92 de la isla; según este plan solo podríamos ir mi madre, mi hermano o yo. Mi tía, que nació allí, o mis primos, no podrían venir”, explica la presidenta de la asociación. Fue el punto de partida de un largo periodo de reclamaciones y tensiones entre la asociación vecinal de la isla y la Xunta que se extiende hasta hoy.
Si algo diferencia a las visitas entre Cíes y Ons es, sin ápice de duda, el profundo valor histórico que atesora a la segunda. En el interior de este paraje natural, distinguido por los colores verdes de sus árboles, acantilados de suave caída acompañados de numerosas cuevas marinas y aldeas escondidas; se escuchan los “lamentos de las almas en pena atormentadas por sus pecados que ahora están en el infierno”, residen las meigas y preparan sus conjuros para “hechizar a los chismosos que caminen por el túnel de Caniveliñas en las noches de luna llena o vísperas de festivos”. Es allí, en Ons, donde recitar “ondas do mar sagrado, tírame o aire de morto, de vivo ou escomulgado” suena a maldición.
Dichas leyendas, que llenan de magia el aura que rodea a ese trozo de tierra, compañero del mar y alejado del resto de la península para crearse a sí mismo; viven gracias a sus habitantes.

Protestas de los vecinos vecinos de Ons. / FDV
Las particularidades en su lengua sirven como carta de presentación a los aunienses, como se hacen llamar. Orgulloso de su distinción, Adrián Ferrer Reboiras, miembro destacado de la asociación de vecinos de Ons, recuerda que en el instituto al que iba en Bueu “todos los de Ons éramos los de la Illa, así nos hacíamos conocer”, “no es solo un lugar, es un sentimiento”, aclaman sus lugareños.
Alba es nieta de una vecina de la isla que sabe de todos los cantares tradicionales: la muiñeira de Ons, el pasodoble de la isla o el vals de Ons son algunas de las que guarda en su memoria. “Mariñeiro do mar que no mar andas metido, dime ti dos catro ventos cál é o máis atrevido”. A través de sus letras se puede llegar a conocer la tradición y la cultura popular de este lugar.
Hablan de su día a día, sus dificultades, gustos o peculiaridades. Ons es hogar de marineros, el pulpo o el marisco es su seña de identidad, reconocido a nivel mundial.

Playa de Melide en el Parque Nacional de la isla de Ons / Gonzalo Núñez
Desde el siglo XIX los habitantes de la Isla se lanzan al mar con el fin de ganarse la vida. “Nosotros nunca pasamos hambre, pero fue a base de trabajar todos los días, de sol a sol” detalla una de las vecinas más fieles, Rosa Pérez, Rosiña para sus colindantes.
Cuando sus antepasados llegaron a esa zona, guardiana de la ría de Pontevedra, no había nada. “Hicisteis fértiles unas tierras yermas”,es la frase del sr Riobó que mencionan los vecinos.
Desde el siglo IX Ons ha pasado por diferentes dueños, sin llegar a pertenecer a la ciudadanía. En 1929 Manuel Riobó compró la Isla, instaló una sociedad mercantil con el nombre de “Isla de Ons”, donándole el apodo para la posteridad. Su heredero, Didio Riobó, se suicidó al inicio de la Guerra Civil y dejó la isla sin gestión directa.
En 1940 el Estado la expropió para defensa nacional, y el Ministerio del Ejército se hizo cargo de ella en 1943. En 1960 volvió a las manos del Estado, y a partir de entonces distintas administraciones se encargaron de su cuidado.
En Ons, tierra y mar se dan la mano como forma de sustento vital. Porque, si alguien hizo de ella un lugar privilegiado, ha sido su gente, que consiguió establecer los valores de familia en el fundamento natural de su transcurrir. Rosiña lo echa de menos, siempre que puede escapa a la isla “para ser máis libre, aquí vivo en el apartamento, allí, por lo menos, veo el mar”. Es una de las resistentes que aún permanece largas temporadas en invierno sin vivir en la península, aunque las trabas que suponen vivir aislado le obligan a desplazarse a su casa de Bueu varias veces al año.
Con una mezcla de nostalgia y tristeza adornando su voz, Rosiña cuenta que la vida allí antes era diferente: “Había una unión que no hay ahora, por desgracia”, recuerda la mujer, que relata su día a día cuando era pequeña: “Si alguien enfermaba o fallecía, nos apoyábamos entre todos. Se paraba el trabajo, fuera familiar o no, cuando moría un animal, los veciños se sacrificaban para poder comprar otra vaca al de al lado”.
Allí, en la porción que rompe la tranquilidad del basto lienzo azul del océano, existe una cultura y tradición que, aunque escasa en extensión, es profundamente rica y vibrante, con los años han conseguido desarrollar una identidad única que los desposa en su amor por la tierra, y por tanto, por su gente.
Aunque ya no sea así, Álex sigue notando esta característica entre sus aledaños: “Tienen un especial respeto por la muerte. Cuando uno se muere, no falta nadie en su entierro”. Dice que su bisabuelo falleció de pena por tener que abandonar Ons y marchar a Bueu.
A finales de los años sesenta y principios de los setenta se produjo un éxodo importante, desde la isla hacia la península, que dejó Ons prácticamente deshabitada.
Por un motivo principal: proteger su modo de vida. El día a día aislados albergaba grandes dificultades, entre ellas, en invierno, cuando había tormenta, los aunienses permanecían completamente incomunicados con el resto de la península. En su cementerio descansan los cadéveres de aquellos que no pudieron llegar a tiempo a los servicios sanitarios.
Azor era el nombre del barco que se encargaba de funcionar como puente entre la isla y “el continente”, así lo llaman los isleños. No disponían de molino, por lo que dicho trayecto era muy frecuente.
Una de las industrias más importantes de Ons giraba en torno a las dornas, símbolo de las Rías Baixas. Se trata de pequeñas embarcaciones de madera empleadas para la pesca. Todo marinero poseía una.
La llegada del motor significó una auténtica revolución pero supuso un problema: el muelle no tenía abrigo, lo que hacía imposible mantener las embarcaciones durante el invierno. Los marineros se vieron obligados a atracar en el puerto de Bueu. “Al principio muchos dormían durante la semana en sus barcos, con el tiempo fueron ahorrando y se pudieron comprar una casa en el municipio”, explica Álex, quien recuerda que siempre que podían volvían a la isla.
El miembro de la asociación de vecinos siente que “la esencia del lugar se pierde en el momento que los vecinos se van”.
Desde Ons en loita lo que se pide que “se nos reconozca por derecho lo que nos pertenece por historia”, según apunta su presidenta, María Jesús Pérez. “Nuestros antepasados nacieron y muchos murieron allí, construyeron las casas con sus propias manos y durante siglos la seguimos conservando”, resalta. Seguirán en defensa de su tradición, ya que no les gustaría que “Ons fuese un Marbella”, subraya María Jesús.
Por el momento, la Xunta quiere convertir el faro de la isla en un hotel de costa. Aunque los aunienses continuarán en protesta, ya han organizado un entierro para recordar los años en los que la isla se nutría de sus habitantes.
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