La vida no es siempre un camino recto lleno de puertas abiertas, puentes por los que cruzar y señales a las que seguir. A veces es un camino con curvas, pozos escondidos entre altas hierbas en los que uno puede caer y caídas libres que llegan sin previo aviso para que uno pueda prepararse.

Silvia (nombre ficticio de una joven que no quiere revelar su nombre) notaba cómo cada mañana le costaba más abrir los ojos para hacer su vida. Con una mala situación familiar, problemas con sus amistades y con un sentimiento de soledad que hacía que su cuerpo le pesara, tomó la misma decisión que toman muchos jóvenes gallegos ante esta situación: querer quitarse la vida.

“Lo intenté tres veces, aunque de la primera no recuerdo nada sí que puedo decir que lo hice tomando pastillas”, intenta rememorar. Sin embargo, de su segundo intento sí que guarda un recuerdo mucho más lúcido. “Subía a Santiago en coche con mi padre, al que no veo muy a menudo. Yo no estaba bien, pero todo lo que él me decía eran ataques”, comenta.

Y es que Silvia, debido a un diagnóstico tardío de un trastorno bipolar, estaba teniendo problemas con la medicación que le daban y que, además, alteraba sus sentimientos. “Yo no tenía depresión, que es cuando, por decirlo de alguna forma, no sientes. Lo que a mí me pasaba era que sentía demasiado y si me das una medicación que me hace sentir más aún, me destruyes”, asegura.

En medio de todos los ataques de su padre debido a que no asistía a clase por su enfermedad y a su incapacidad para ser feliz, se saturó. “Fue llegar a casa e irme directamente a la cama”, asegura. Pero su hermana se asomó por la puerta para ver cómo estaba y, a pesar de que le respondió, notó algo extraño. “Volvió a mi habitación y se dio cuenta de que algo andaba mal, así que me llevaron al hospital”, recuerda.

Al día siguiente murió su abuela, la madre de su padre, lo que afectó mucho al hombre: “Por un lado estaba lo que me acababa de hacer a mí misma y luego la muerte de mi abuela. No le dejaron venir a verme”. Ese mismo día recuerda que desayunó un yogur, le cambiaron la medicación sin decirle nada y, de repente, ya estaba fuera del hospital.

La tercera ocasión, nuevamente con pastillas, asegura que realmente su objetivo no era matarse: “Simplemente no quería despertar nunca, así que cuando lo hacía me tomaba una pastilla y así constantemente. No quería morir, pero tampoco me importaba que esa fuera la consecuencia. Al final me di cuenta de que el bote de pastillas estaba vacío y llamé para pedir ayuda”.

“Piensas que pasar toda la vida sufriendo no merece la pena y que es mejor no vivir”

Le hicieron un lavado de estómago, recuerda que vomitó negro después de todo lo que se había metido en el cuerpo. “Y otra vez lo único que hicieron por mí fue cambiarme la medicación y mandarme a casa. Ni siquiera me derivaron con una psicóloga o agendaron citas con el psiquiatra”.

La pregunta que todos nos hacemos cuando escuchamos un testimonio de este tipo es: ¿cómo se llega hasta este punto? Silvia asegura que esto sucede cuando “no ves nada bueno”. “Imagina que no estás bien con tu familia, con tus amigos, con tu pareja... Con quien sea. Llega un punto en el que no ves nada más allá en los momentos que tienes para pensar. Te preguntas si será así siempre y, al sentir que sí, piensas que pasar toda la vida sufriendo no merece la pena y que es mejor no vivir”, explica.