“El turismo no es un invento del siglo XX, ni del XXI, ése es el de masas; en la antigüedad estaba solo al alcance de unos pocos pero también viajaban personas con menos recursos”, explicó el doctor en Filología Clásica Fernando Lillo, autor del libro “Hotel Roma. Turismo en el Imperio Romano” (editorial Confluencia), al comienzo de la conferencia que impartió ayer en Club FARO, en el salón de actos del Museo MARCO. “Somos muy romanos en nuestra manera de hacer turismo. La sociedad grecorromana, tan lejana y cercana a la vez, pero siempre nuestra”, concluía después de haber hecho un viaje por los lugares y motivos que llevaban a desplazarse de sus lugares de residencia.

El presentador del acto, el catedrático de Latín José Manuel Otero, definió la última obra editada de Lillo –”placentera y lúcida, como todos su trabajos”– como “un libro de viajes que se puede leer como estímulo para la imaginación o como guía para destinos posibles”. Destacó que en su páginas se ofrece “una mirada al pasado desde la experiencia del presente” y abordó las motivaciones que han movido y mueven al ser humano a viajar: curiosidad, afán por conocer, búsqueda de sentido a una vida breve, agitación y salir de la monotonía.

Lillo comenzó su intervención en la misma Roma, “una ciudad para admirar y abandonar como todas las grandes ciudades de las que queremos huir”. Describió la capital del Imperio Romano en el siglo IV como incómoda, repleta de calles tortuosas, ruido y olores, citando para ello a Juvenal. Sin embargo, también hizo un recorrido por los monumentos que llamaban la atención de los visitantes de la época: el Coliseo, el Foro de Trajano, al que calificó como “uno de los primeros cómics de la Historia” , el Circo Massimo, el Stadium de Domiciano, donde está la actual Piazza Navona y el Panteón.

Huyendo del calor, “en verano los romanos se iban a sus villas cercanas, los ricos, y a sus terrenos, el resto”, tal y como comentó Lillo. Y mostró imágenes de las villas de Tiberio en Sperlonga –a medio camino entre Roma y Nápoles, en el entorno de una cueva natural a la que le puso un estanque, una isla y lechos para sus invitados, colocando al fondo de la gruta estatuas inspiradas en la Odisea– y la de Adriano, en Tivoli, donde trasladó el imperio en miniatura.

El paraíso cercano de los habitantes del imperio era, tras las colinas, Nápoles y su golfo, y sobre todo Bayas, “la Costa Azul de Roma”, una “sede balnearia fabulosa” en la que se han hallado villas y termas. “Había romanos a los que les gustaba divertirse y otros que criticaban”, explicó Lillo. Entre estos últimos citó a un poeta que intentaba disuadir a su amada de que no acudiera porque “las mujeres van como Penélope y se vuelven como Helena, infieles”, o al mismo Ovidio, que dijo: “Esta agua no es tan sana como me cuentan”.

En un recorrido hacia el sur, el conferenciante se detuvo en el Lago Averno, donde hoy en día ofrecen cursos de buceo para ver vestigios de las villas bajo el agua, hasta llegar a Sicilia, donde el lugar más visitado era el Etna, volcán al que les gustaba subir tanto por placer como para saber si estaban allí los cíclopes. “Todas las historias mitológicas tenían su lugar físico donde habían pasado”, afirmó Lillo poniendo como ejemplo Enna, una población relacionado con el mito de Ares y Persefone, la antigua fuente Aretsa en Siracusa, donde se decía que había huido desde el Peloponeso la ninfa del mismo nombre escapando del río Alfeo. “Decían que si echabas una copa en el río Alfeo aparecía en la fuente de Artesa y si hacían sacrificios en Olimpia, el agua salía turbia”, relató.

Las motivaciones del turismo eran, en ocasiones, ver reliquias mitológicas e históricas. “Los templos en la Antigüedad eran como museos”, en el de Lindos en la Isla de Rodas , “te enseñaban las copas de Helena de Troya”; en el de Corinto , la tela de Penélope y la coraza y capa de Ulises; en el foro romano, la higuera de Rómulo donde le amamantó la loba. “Había remos de los argonautas por todas partes”, indicó Lillo, quien también mencionó la escuela de Aristóteles en Mieza, al norte de Grecia, y la tumba de Virgilio en los alrededores de Nápoles como monumentos históricos que visitaban los romanos.

Egipto, el destino más exótico, viajes religiosos, curativos y deportivos

El destino más exótico para los viajeros del Imperio Romano era Egipto y la ruta más popular, teniendo en cuenta un papiro del siglo IV que recoge el periplo de un alto, partía de Alejandría e incluía una parada para dar de comer al “cocodrilo sagrado”, visita a las pirámides y a las esfinge de Giza a los colosos de Mommón, de los que decían que hablaban al amanecer, y al Valle de los Reyes, a donde bajaban a las tumbas con antorchas y “hacían sus graffiti dejando constancia de que habían estado allí. Gracias a las inscripciones que dejaban en algunos monumentos, han llegado hasta nuestros días poemas escritos por mujeres, según destacó Lillo.

Y hablando de mujeres pero pasando ya a los viajes religiosos, Fernando Lillo mencionó a la “gallega” Egeria, una dama de la alta sociedad con buena relación con los altos gerifaltes que peregrinó a Tierra Santa desde Gallaecia en el siglo IV y cuenta en un manuscrito cómo fue su viaje. “Fue la primera mujer que hizo un libro de viaje y es de las primeras veces que una viajera cuenta sus impresiones”.

Otras motivaciones que llevaban a los habitantes del Imperio Romano viajar eran curativas – en santuarios y balnearios– y deportivas: siguiendo a sus gladiadores favoritos o yendo a los Juegos Olímpicos y acampando como hoy se hace en festivales de música.