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Oriol Rosell | Profesor de Hª y estética de la música electrónica y divulgador experto subculturas juveniles

“Pasamos de la era del culto al niño a la del miedo al niño: de bendición a condena”

“La infancia queda reducida a una versión improductiva de nosotros mismos”, critica

El divulgador cultural Oriol Rosell, que vendrá a Vigo a una jornada.

Profesor de historia y estética de la música electrónica y divulgador experto en subculturas juveniles, Oriol Rosell dirige y presenta un espacio radiofónico dedicado a la literatura de no ficción en RNE. El éxito de un ‘podcast’ suyo titulado “Niños y catástrofe” es una de las razones de su presencia este fin de semana en Vigo, donde impartirá una conferencia sobre “La demonización de la infancia en la cultura pop contemporánea” en el marco de las jornadas de ASEIA (Asociación para a saúde emocional na infancia e na adolescencia). Rosell también es vocalista de un dúo de punk electrónico y padre de dos hijas, de 11 y 19 años, que tienen claro –bromea– “que su padre hace cosas raras”.

–Si cree que está demonizada la infancia, ¿por qué motivos?

–En “Niños y catástrofe” planteé la teoría de que ha habido un cambio de paradigma en nuestra conceptualización de la infancia, en cómo la entendemos y valoramos a nivel social, cultural y económico. Incluso político. Se trata de un desplazamiento de nuestro concepto de la infancia que se ha acelerado con la pandemia; si bien, en mi opinión, empieza a gestarse a comienzos de los años setenta [...] Hemos pasado de la era del culto al niño a la del miedo al niño. Los hijos ya no son la alegría de la casa, ni vienen con un pan bajo el brazo. Ahora representan una faena y una ruina: nos estresan, nos obligan a dejar de hacer cosas –lo que suele interpretarse como dejar de ser nosotros, pues nos significamos a través del consumo de mercancías, ya sean objetos o experiencias– y precarizan más nuestra ya de por sí empobrecida existencia. Han dejado de ser una bendición para convertirse en una condena.

–¿No se estará pasando? Ponga ejemplos.

–Si te fijas, la mayoría de las veces que se habla de la infancia en los medios es para advertir que los críos ven porno, pasan demasiadas horas con el móvil, tienen sobrepeso, sufren abusos o los cometen... Es terrible. Y esto tiene un reflejo inmediato en el imaginario popular. ¿Cuántas series has visto últimamente en las que el desencadenante de la trama es la muerte o la desaparición de un niño? Podría objetarse que esto no es nada nuevo; pero ahora el niño no es tanto la víctima como el catalizador del conflicto. La excusa, por decirlo rápido y mal. El foco no se pone tanto en lo que le pasa, sino en la manera en que ello desestabiliza la esfera adulta. El niño tiene la culpa. Siempre. Por el mero hecho de ser niño y actuar como tal.

– Y, ¿tiene tan claros los porqués?

–A mi modo de ver, esto tiene que ver con dos motivos primordiales. Primero, la infantilización forzada de la edad adulta (o “adultescencia” en palabras de Ricardo Fandiño y Vanessa Rodríguez, de ASEIA). Los adultos de hoy vivimos en una incertidumbre permanente. Nada es seguro: ni nuestra identidad, ni nuestros puestos de trabajo ni nuestros proyectos vitales. Todo parece sujeto a un vaivén constante que escapa a nuestro control. No podemos asumir las responsabilidades que se supone nos diferencian de los niños. Ni siquiera podemos independizarnos antes de los treinta y muchos, es decir, completar el ritual de paso a la edad adulta por antonomasia en nuestra época. Estamos obligados a vivir a salto de mata, en un presente continuo, análogo al propio de la infancia. Esto me lleva al segundo motivo: nos hemos quedado sin futuro. Somos incapaces de imaginar un mañana demasiado distinto al ahora. Y eso, en el mejor de los casos, porque para la mayoría el futuro ha dejado de ser un proyecto para devenir pura ansiedad: cambio climático, inseguridad laboral, derrumbe económico... A lo más que aspiramos es al popular “virgencita, virgencita, que me quede como estoy”.

–Entonces, si en buena medida todos somos niños, ¿qué pasa con la infancia?

–Pues que no tiene sentido. Los niños no pueden ser nuestro futuro porque este, o no existe, o es una prolongación en bucle del presente. Por tanto, los niños quedan reducidos a una versión improductiva de nosotros mismos. En este aspecto, son extremadamente interesantes series como “Stranger Things” o “The Dark”, en las que se introduce una variante alegórica muy ilustrativa: los niños transitan por lugares extraños, ajenos a lo que conocemos y comprendemos; dimensiones paralelas que bien podrían ser entendidas como la infancia ‘real’ hoy: algo que no tiene sentido para los adultos y que atemoriza.

–¿Cómo cree que está la salud emocional en la adolescencia y juventud?

–Los márgenes que en el pasado distinguían a la esfera juvenil de la de los niños y los adultos se han difuminado hasta confundirse unos con otros. Y sin estas fronteras no puede existir una cultura netamente juvenil. Porque esta sirve, precisamente, para enfatizar aún más estos lindes, para reforzar la dialéctica tradicional entre un “nosotros”, los jóvenes, y un “ellos”, los niños y, sobre todo, los adultos. Por eso, hablar de subculturas juveniles en el siglo XXI resulta, cuando menos, complicado. La indefinición creciente de infancia y adolescencia, el borrado de los límites entre ellas y la ‘adultescencia’, coloca a los niños y los jóvenes en un lugar mental y emocional muy complicado. Han perdido la singularidad de su condición. Son adultos incompletos. Se les exigen unas responsabilidades enormes, muchas veces impropias de su edad, al tiempo que se les niegan los derechos implícitos en esas obligaciones. Si a esto le sumamos el runrún continuo sobre lo mal que está todo y lo peor que estará en el futuro, la depresión y la ansiedad son inevitables.

–Uno de cada seis adolescentes calmó sus tensiones ante un examen o una ruptura tomando ansiolíticos, dice el Plan Nacional sobre Drogas. Los tranquilizantes superan al alcohol o al tabaco como la primera droga de los jóvenes. ¿Medicalizamos la tristeza?

–No digo que que el sufrimiento tenga que ser inevitable ni estoy en contra de la medicación. Pero sí estoy en contra de algunos excesos en su administración. ¿Receta de diazepam porque me duele la espalda? ¿Por qué solo la gente con cierto poder adquisitivo puede acceder a terapias de larga duración que complementen a la medicación? Vivimos inmersos en lo que yo llamo la “Cultura frenadol”: cortamos los síntomas, pero no curamos la dolencia. Y esto puede extrapolarse al contexto político y económico. Convergen, así, dos factores importantísimos, en mi opinión: el Weltschmerz, “el tormento del mundo”, es el descubrimiento de que la realidad jamás se ajustará a nuestros deseos –una realidad que, paradójicamente, funciona a base de generar deseos–. Y esta imposibilidad conduce inexorablemente a la ansiedad y la depresión, que es la muerte del deseo. Y, ¿cómo tratamos estos cuadros? Con ansiolíticos y antidepresivos; sustancias que, como explica el filósofo belga Laurent de Sutter, son agentes des-excitantes. O sea, productores potenciales de estados de desfallecimiento, anémicos. Hasta cierto punto, esta anemia impide que podamos reaccionar intentando reconquistar el deseo de cambio, la voluntad de transformar unas dinámicas –sociales, laborales, políticas, culturales– que no están funcionando. Al menos para la mayoría de las personas.

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