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escambullado no abisal

Moñas, bisexuales y caras tiznadas

El pasado nos explica, pero no nos limita ni pronostica. Ni siquiera a los personajes ficticios, que suelen fugarse de sus creadores. Superman, en realidad su hijo y heredero, será bisexual en el próximo cómic, lo que seguramente Jerry Siegel jamás imaginó al concebirlo. James Bond se comporta de manera tan “moñas” en su última película que “si Ian Fleming lo viera, echaría chispas”, asegura Arturo Pérez Reverte.

Moñas, bisexuales y caras tiznadas

Posiblemente Pérez Reverte tenga razón respecto a la ira de Fleming. También él se siente dueño de sus propios personajes. Será así mientras respire o al menos retenga los derechos editoriales. El personaje debe matar al autor para madurar, igual que el hijo al padre. Antes o después, también las hechuras de Pérez Reverte se liberarán de esa existencia que les ha impuesto; del corsé de las características y peripecias. Es a lo que mejor puede aspirar un escritor. Si el personaje cuaja y le sobrevive, romperá sus cadenas de papel y emprenderá caminos nuevos; aquellos que tracen las nuevas generaciones de lectores y espectadores. Solo permanecen inmutables los personajes que habitan en libros que nunca vuelven a abrirse. Ni el viento los toca.

Renegociamos la ficción igual que la historia, desde los ojos del presente. Ninguno de estos relatos queda clausurado en sus supuestos datos objetivos. Los cuentos se reinician y las biografías se reinterpretan. Las estatuas se alzan y se derriban. Homero no declamaba la Iliada dos veces igual. Manejaba las piezas de su poema en función del público y las circunstancias, que hoy reclaman diversidad. Y suscitan, claro, la pertinente oposición de quienes lo conciben todo imperturbable. Como si a los personajes los hubiese grabado un dios furibundo sobre tablas de piedra.

Es lógico pensar que los personajes, si se altera su sustancia, puedan dejar de ser ellos mismos. ¿Por qué no crear un superhéroe bisexual o un agente sensible, en vez de remodelar a Superman y Bond? Pero es precisamente esa urgencia de utilizarlos según el espíritu de los tiempos lo que les imprime su vigencia. Se modifican porque los seguimos necesitando y los renovamos. No son árboles muertos, que se pudren bajo la corteza, sino criaturas de clorofila y aliento.

El ser humano tiene una pulsión de representación. Quiere sentirse identificado en las narraciones que escucha, desde aquellos corrillos primigenios alrededor de la hoguera. Hemos contado durante siglos una historia protagonizada por varones blancos y heterosexuales. Las mujeres, los homosexuales y las demás razas eran el otro en las tramas: la excepción o lo subalterno, lo extraño e incluso grotesco, la carne a conquistar y civilizar. Hoy todos ellos reclaman su sitio. Reciclar personajes paradigmáticos es uno de los instrumentos en la búsqueda de armonía.

Claro que en este péndulo se cometen excesos. La Universidad de Michigan ha cancelado el seminario de Bright Sheng sobre Shakespeare a petición de sus alumnos. Les indignó que Sheng programase la versión cinematográfica de Otelo de 1965, en la que Laurence Olivier interpreta al “moro de Venecia” con la cara tiznada.

Toda la obra podría ser prohibida según los parámetros actuales. Shakespeare no condena moralmente que Otelo asesine a su mujer por celos, sino las mentiras de Yago que lo provocan. Y a Desdémona, en el Globe, la habrá interpretado un chico lampiño. No podemos borrar lo que sucedió ni juzgar a los que nos precedieron según nuestras normas. Las grandes obras nunca pierden su valor. Precisan el contexto que las aclare.

Nos domina una vez más la trinchera entre la tabla rasa y el sacramento; entre la fuerza imparable y el objeto inamovible. La verdad suele encontrarse en esa tierra de nadie que las separa. Podemos disfrutar de Laurence Olivier haciendo de Otelo, si comprendemos su época, y de Superman besando a un hombre, si comprendemos la nuestra. Y de un James Bond que sangra si lo pinchan y se pregunta si tanta muerte ha tenido alguna vez sentido. Sabe que no.

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