La talla de la virgen de Fátima preside desde lo alto del barrio de Las Manchas todo el Valle de Aridane. La imagen de granito blanco impoluto y de dos metros de altura se diseñó como agradecimiento a la virgen por salvar la iglesia de San Nicolás del volcán de San Juan en 1949, sobre cuyo malpaís –campo de lava solidificado– se erige el púlpito. Ahora, 72 años después, tiene ante sí un paisaje desolador: un manto negro se ha adueñado de las casas. A poco más de un kilómetro, el nuevo volcán continúa, ausente de cualquier ruego, expulsando enormes piroclastos que alimentan a una colada que avanza lentamente por la ladera con dirección al mar.

Las Manchas es ahora un pueblo fantasma por cuyos raíles formados en las carreteras, en las se acumulan hasta 20 centímetros de gransón (como llaman los palmeros al picón o restos volcánicos), sólo circulan coches de los cuerpos de emergencia. Las pocas personas que aún pueden acceder a esta zona se encargan de ayudar a los últimos vecinos que aún quieren rescatar algunos enseres de sus viviendas, que están prácticamente enterradas bajo capas de ceniza que ha ido cayendo desde el cielo. Una ayuda en la que trabajan intensamente los efectivos, quienes además tratan de evitar el vandalismo después de que algún desalmado haya aprovechado esta desgracia para robar en el interior de las casas deshabitadas. Se unen los técnicos, que provistos de mascarillas y gafas se acercan a la lava para medir la temperatura del magma ya solidificado al salir a la atmósfera.

 La ceniza  cubre techos, patios y cultivos.

La ceniza cubre techos, patios y cultivos. A. Castellano

Esta pared natural, de la que aún brotan las ondas del calor, ha dividido el pueblo en dos. Por un lado, las casas terreras, en su mayor parte chalés, que aún permanecen en pie. El picón cubre azoteas, techos y terrazas. Muchas de las viviendas aún permanecen abiertas después de que sus dueños huyeran despavoridos el pasado domingo al contemplar lo que en un principio parecía una maravilla de la naturaleza a escasos metros de sus casas. En una de estas, sus moradores dejaron atrás bolsas del supermercado repletas de ropa que aún permanecen sobre el comedor de la barbacoa. Una toalla tendida sobre una silla de mimbre deja entrever la tarde de sol y piscina que disfrutaban quienes viven en este terreno. Adyacente a este edificio, otro chalé con un escenario similar: techos de plástico derruidos por el peso de la tierra expulsada, pequeñas casas de juguete donde se divertían los niños, bicicletas y hamacas repletas de lava, y un flotador azul que aguanta sobre el agua ennegrecida de la piscina que recuerda que, hace no mucho, allí había personas disfrutando de un día idílico en un paisaje único.

Es la parte del pueblo que, pese a la intensidad del volcán, aún permanece en pie a escasos metros de un muro de tierra de ocho metros que avanza lentamente, con rocas que se resquebrajan hasta llegar al suelo. Debajo de esa lengua se encuentra la otra parte de Las Manchas. Casas y más casas que han desaparecido. No hay nada de ellas. O están enteras, aunque enterradas bajo la capa de picón, o directamente han sido engullidas por la enorme colada. No hay término medio en esta desgracia que están viviendo más de cinco mil palmeros que llevan ya seis noches sin poder descansar en su cama. Y lo peor es que no hay atisbo de que lo vuelvan a hacer pronto y muchos de ellos ya nunca más lo harán .

Si esta lengua sur que atraviesa Las Manchas avanza muy despacio, la que el pasado miércoles entró en Todoque da la sensación de estar prácticamente parada. Falsa percepción. El volcán sigue vivo y sigue caminando, aunque a un ritmo inferior a días anteriores. La colada se quedó en la rotonda del barrio, frente a una vivienda en construcción que parece haber sido la artífice de pararle los pies tras destruir dos edificios situados a pie de la carretera El Hoyo - Todoque. Bomberos del Consorcio de Gran Canaria, Tenerife y Lanzarote, así como la Unidad Militar de Emergencias, Guardia Civil y numerosos voluntarios vigilan su avance, de apenas unos centímetros por hora.

Todo lo que rodea a la enorme pared es desolador. Los pocos restos que quedan de una de las viviendas son los bloques esparcidos por el suelo después de derruirla. A la derecha de la lengua, sube el Camino Pastelero y el panorama en esta zona es incluso peor. Decenas de hogares han quedado sepultados bajo toneladas de tierra y piedras. Un chalé blanco con las puertas de las ventanas pintadas de color azul marcan el punto al que ha llegado la lava que da una tregua que puede durar horas, días, semanas o años. Con este volcán nada es seguro, todo es imprevisible.

Esa angustia de los vecinos por no saber si su casa se salvará o será destruida es palpable. Están desesperados, cansados de un volcán que les ha cambiado la vida de la noche a la mañana. A esta incertidumbre se unía en la tarde de ayer la apertura de una nueva grieta y los lanzamientos de enormes piroclastos que convertían en vulnerables zonas que se habían salvado de las primera erupción. A la pregunta de cómo se encuentra su casa, la respuesta de los afectados que aún la ven en pie siempre lleva la coletilla “por ahora”. Porque lo que hoy puede ser una salvación casi segura, mañana se convierte en una destrucción absoluta. Y es que el volcán continúa rugiendo, día y noche sin parar con continuas explosiones que hacen temblar los cristales de los edificios de Los Llanos de Aridane situados a seis kilómetros de distancia. Lo que al principio parecía una maravilla de la naturaleza, poco, muy poco después, se convirtió en una auténtica pesadilla para los palmeros, a quienes solo les queda encomendarse a la virgen de Fátima.