Aquellas personas que por edad no se consideren en alto riesgo de mortalidad por COVID-19 y piensen que por ello no vale la pena seguir las recomendaciones sanitarias –mascarilla, distancia, ventilación y lavado de manos– deberían pensarlo dos veces. O, más bien, 55 veces. Hay más de medio centenar de motivos para evitar el contagio, tantos como efectos a largo plazo produce el coronavirus SARS-CoV-2.
El 80% de los pacientes que se recuperan del COVID agudo desarrollan uno o más de entre 55 secuelas diferentes, según un metaestudio publicado como preimpresión por siete científicas internacionales, entre las que se encuentra la neurocientífica gallega Sonia Villapol. El efecto más común es la fatiga (58 por ciento de los casos), seguida del dolor de cabeza (44%), y algunos son tan llamativos como el trastorno de la atención (27%), la pérdida de cabello (25%) y la diabetes mellitus (4%), que, aunque minoritario, tiene serias consecuencias en la salud del paciente y en el sistema sanitario.
En el estudio, titulado “Más de 50 efectos a largo plazo del COVID-19: una revisión sistemática y metaanálisis”, revisaron más de 18.000 artículos de la literatura científica sobre la enfermedad. De ellos eligieron 15 que estaban reportando la incidencia de estos síntomas y cumplían ciertos criterios, como la inclusión de más de cien pacientes.
“Hay mucho que no se sabe de la fatiga crónica y no es fácil diagnosticarla”
“Los síntomas se estudiaron desde los 14 hasta los 110 días [tras la infección] –explica la autora principal, Sandra López León, científica de origen español afincada en Nueva York y doctorada en Epidemiología y Genética Molecular–, pero esto no significa que pasados los 110 días todo esté bien, hay que continuar siguiendo a los pacientes”, precisa.
Los pacientes incluidos, cerca de 48.000, tenían edades entre los 17 hasta los 85 años. “Mucha gente piensa que estos efectos solo se dan en gente mayor, y no es así”, subraya Talia Wegman-Ostrosky, investigadora del Instituto Nacional de Cancerología de México, quien también destaca que han manejado datos de muchos países de Europa, así como Reino Unido, EE UU, Australia, China, Egipto y México. Seis de los estudios incluyeron solo pacientes hospitalizados, mientras que los demás englobaban pacientes de COVID suave, moderado y grave.
Síntomas respiratorios
Entre los síntomas más frecuentes están los respiratorios, como disnea (dificultad para respirar, 24%), polipnea (aumento de la frecuencia y de la profundidad respiratorias, 21%), y tos (19%). Pero también hay muchos efectos que no tienen que ver con el aparato respiratorio. “El virus ataca a todo el cuerpo, y tiene que haber muchos especialistas que puedan ver al paciente, muchos van a necesitar rehabilitación pulmonar, neurológica y de muchos aspectos”, indica Sandra López León.
“Las enfermedades neurodegenerativas verán aumentada su incidencia por el virus”
Así, a las ya conocidas pérdidas de gusto (ageusia, 23%) y de olfato (anosmia, 21%), se ha observado pérdida de audición (15%) y de cabello (25%), que dura unos tres meses.
Pero el síntoma a largo plazo más frecuente (58%) es la fatiga. De hecho, las científicas apuntan en el estudio que “es tentador especular que el SARS-CoV-2 puede ser añadido a los agentes virales que causan el síndrome de fatiga crónica y la encefalomielitis miálgica, una condición clínica compleja y controvertida sin factores causales establecidos”.
El síndrome de fatiga crónica se caracteriza principalmente por cansancio después de hacer esfuerzos. Otros síntomas incluyen alteraciones cognitivas, sueño no reparador, dolor y síntomas inmunitarios, entre otros. “Muchos pacientes tienen que permanecer postrados en la cama, lo que lo convierte en un síndrome severamente discapacitante y costoso”, recuerda otra de las autoras del estudio, la doctora en Inmunología Angelina Cuapio, del Instituto Karolinska de Estocolmo.
Sandra López León agrega que se destinan muchos fondos a la investigación de la fatiga crónica. “Hay mucho que no se sabe todavía de esta enfermedad y no es fácil hacer el diagnóstico –explica–. La CDC [Centros de Control de Enfermedades] en Estados Unidos menciona que un 90% de los pacientes con fatiga crónica no están diagnosticados”.
Sobre este síndrome, Angelina Cuapio recuerda que “recientes estudios y descubrimientos han identificado el papel de enfermedades autoinmunes y enfermedades infecciosas como posibles factores desencadenantes. Tal es el caso del virus de Epstein Barr [que causa la mononucleosis vírica], herpes virus, parvovirus y también algunas bacterias”. La científica afincada en Suecia apunta que varios grupos de investigación del mundo están investigando la generación de autoanticuerpos en COVID-19, lo que “puede ayudar a determinar con mayor precisión si la infección por SARS-COV-2 tiene un papel directo o indirecto en la fatiga crónica”.
Otro de los efectos a largo plazo más llamativos del COVID-19 es el trastorno de la atención (27%). Algunas personas que han padecido la enfermedad refieren que pierden el hilo de una conversación y se les va “el santo al cielo” con frecuencia. La pérdida de memoria (16%) es otra de las secuelas referidas.