En 2005, el brillante epidemiólogo Michael T. Ostherholm, director del Centro de Investigación de Enfermedades Infecciosas de la Universidad de Minnesota y uno de los principales asesores sobre el COVID-19 del nuevo presidente Joe Biden, advirtió seriamente al mundo sobre lo que se nos venía encima. Su artículo “Preparándose para la próxima pandemia”, publicado en “New England Journal of Medicine”, causó una honda preocupación entre los más capaces.

Por aquel entonces Ostherholm estimaba que en los próximos 20 años el mundo se enfrentaría a una enorme pandemia. En 2017 publicó “La amenaza más letal” con una previsión de que la pandemia llegaría muy pronto y que la produciría un virus respiratorio de transmisión por el aire. Acertó.

Ahora Ostherholm acaba de hacer una previsión desoladora: “Me preocupa desesperadamente que en las próximas 6 a 12 semanas veamos con esta pandemia una situación diferente a todo lo que hemos conocido hasta la fecha”. Advierte: “Hay que lograr que la gente entienda que esto sucederá y que vamos a ver un gran aumento de los casos. El desafío es saber cuántos”. Según él, “hay que tomar medidas dramáticas para luchar contra las nuevas cepas”. “La diferencia va a ser si reaccionamos ahora mismo o demasiado tarde”, afirma.

Ostherholm no es un catastrofista. Ni suele equivocarse. Sabe. Su currículum investigador es impresionante. Por el contrario, parece que los políticos no saben. Suelen buscar el asesoramiento de paniaguados con escasos o nulos logros científicos. Pero han decidido justo lo contrario de lo que recomienda Ostherholm: esperar. Mientras tanto, las cifras demuestran que España es ya el país de Europa que peor va y el tercero peor del mundo. Y se sigue mano sobre mano.

Conviene entender que el efecto de las pandemias solo puede comprenderse en su totalidad después de que pasan. A menudo son mucho peores que las guerras.

El COVID-19 ha hecho que el año 2020 haya sido el de mayor mortalidad en España desde que hay registros. Por supuesto, también se ha notado en la esperanza de vida, que se ha reducido en algo más de un año. Y lo que falta por contabilizar.

Desde que empezó la pandemia es ahora cuando se están alcanzando los máximos absolutos de contagios y de incidencia y de muertos por 100.000 habitantes. Los hospitales están saturados, y las ucis, desbordadas. Y quienes se contagian hoy tardarán varios días en tener que ir al hospital, donde pasarán una o dos semanas antes de ser trasladados a las ucis, en las que pasarán muchos más días antes de morir (o curarse). Si hoy la sanidad está desbordada y se siguen batiendo récords de contagios, nos espera una catástrofe.

Para colmo, el COVID-19 mata a mucha más gente que lo que se refleja en las estadísticas. Los oncólogos calculan que la saturación de los hospitales retrasará el diagnóstico de alrededor del 25% de los nuevos cánceres, con un resultado catastrófico para su futura supervivencia. Se sospecha que está pasando lo mismo con enfermos cardiovasculares. Se aplazan citas médicas, se retrasan cirugías e intervenciones. La gente lleva una vida peor.

Al igual que ocurrió con la pandemia de gripe de hace 100 años, aún habrá que esperar unos cuantos años para poder valorar en su totalidad las consecuencias del COVID-19. La pérdida de esperanza de vida es el mejor criterio porque la vida es nuestro bien más preciado. Cuando los datos aseguran que las nuevas cepas de SARS-CoV-2 son mucho más infecciosas y que algunas de sus variantes como la brasileña o la sudafricana podrían reducir en un 50% la eficacia de las vacunas, es necesario recordar que aún no le hemos ganado la guerra al COVID-19.

*Catedrático de Genética de la Universidad Complutense de Madrid (UCM)