Ana vive en una ciudad que, al igual que su identidad prefiere no revelar por miedo a que su expareja se presente en su casa y vuelva a agredirla. Está a la espera de que se celebren dos juicios, uno por malos tratos y otro por la custodia de su hijo, de solo 19 meses y testigo, en los brazos de Ana, de muchos de los golpes que su padre propinaba a su madre.

Ana empezó a salir con su expareja hace un par de años y a los dos meses él ya le levantó por primera vez la mano. Es drogadicto y en seguida pasó de los insultos a los golpes en una relación en el que, día sí, día también, había una discusión porque ella siempre hacía algo “que a él no le parecía bien”.

Hasta que llegó el duro confinamiento de marzo, él se quedó sin material para hacerse porros y un día pidió a Ana que saliera a comprar, pero ella no podía porque ese día no trabajaba. Entonces le vino “un momento de locura” y primero estalló los platos contra la pared, después propinó a Ana varios puñetazos y la arrastró por el suelo. “Hasta que acabó abriéndome la frente con un palo”, recuerda.

Tuvo suerte de que su expareja, al ver la situación se achantó y salió a la calle, lo que permitió a Ana llamar a un amigo y que este avisara a la policía. Pero ahí no acabó todo. Él se presentó en el centro de salud avisando de que se “iba a ahorcar”, fue a buscarla a casa de su madre y llamó “a todo el mundo”. Pero, felizmente, parece que ya se ha cansado de perseguirla y está dispuesto, incluso, a renunciar a la custodia del hijo de ambos.

Para Ana, afortunadamente, la complicada situación podría quedar atrás, aunque ella está convencida de que debido a la pandemia, su expareja aún está libre. Pero otras mujeres no han corrido la misma suerte y aún siguen atrapadas en situaciones de violencia o han muerto por el camino. En lo que va de año han sido asesinadas 41 mujeres, la cifra más baja desde el 2016. Pero, según los especialistas, no conviene echar las campanas al vuelo con motivo del Día Internacional para la Eliminación de la Violencia contra las Mujeres, que se celebra cada 25 de noviembre, porque los agresores suelen acabar con la vida de sus parejas cuando estas deciden dejarles y el confinamiento les brindó poder retenerlas entre cuatro paredes.

Por eso, se cree que han bajado los asesinatos pero no la violencia, como demuestra que hayan subido las llamadas al 016 un 23% de enero a septiembre y un 60% si se tiene en cuenta sólo el mes abril, que fue íntegramente de encierro.

De forma paralela, durante el segundo semestre del año, el más afectado por la crisis del COVID-19, las denuncias cayeron un 14%, pese a que la actividad judicial en este ámbito no se detuvo. Según la presidenta del Observatorio contra la Violencia de Género del Poder Judicial, Ángeles Carmona, estos datos no “ponen de manifiesto” que haya menos violencia sino “las dificultades añadidas que tuvieron las víctimas para denunciar a sus agresores” durante el primer estado de alarma.

Ratifica esta situación la experiencia que se ha vivido en una de las oenegés de ayuda a maltratadas, La Comisión para la Investigación de Malos Tratos a Mujeres. Su psicóloga Cristina Sánchez explica que las listas de espera para recibir ayuda se han incrementado exponencialmente. Y es que, según su percepción, la pandemia ha “agravado” la violencia machista porque obligó a víctima y maltratador a convivir en el mismo espacio, sin que las primeras tuvieran “espacios para ellas mismas” o pudieran relacionarse con su entorno. Pero no sólo fue el encierro, la crisis económica “también ha influido negativamente” porque aunque muchas mujeres quieran acabar con la relación ahora lo tiene más difícil porque tienen más dependencia económica de su pareja.