Ha muerto Juan Marsé. El más grande. Y en esa grandeza se dan la mano la magnitud literaria y la altura moral, aunque él se empeñara en no darse aires de nada, o se las daba en negativo como los héroes cansados de las películas del Oeste o los gánsteres románticos que no dejaban traslucir sus sentimientos por pudor viril, que tanto le marcaron en su infancia.

Marsé (Barcelona, 1933), premio Cervantes, falleció el sábado en Barcelona a los 87 años y deja tras de sí la estela legendaria de ser el narrador más influyente de la generación de los 50, un grupo formado por Jaime Gil de Biedma (que fue su amigo del alma), Juan Goytisolo, Manuel Vázquez Montalbán, Rafael Sánchez Ferlosio, Carlos Barral, Ángel González, Carmen Martín Gaite...

Ha muerto el autor de Últimas tardes con Teresa (un rito de paso inexcusable de los buenos lectores) que lo catapultó en la tristísima España de los 60. Padre de esa Barcelona sin oropeles que el olimpismo del 92 quiso ocultar bajo la alfombra. Ha muerto el señor ceñudo que imponía a los periodistas que conseguían trabajosamente entrevistarle -no se prodigó en ello pero con los años aprendió a lidiar con ellas-, hasta que los plumillas descubrían que bajo esa apariencia hosca -no había que rascar mucho- vivía el niño sensible que fue el semillero de su mundo literario, aquel tiempo en blanco y negro de la Barcelona de posguerra que es la base de sus novelas.

En las entrevistas había que evitar vincular aquel pasado de perdedores y supervivientes con la nostalgia. No hay la menor nostalgia de aquel tiempo en Si te dicen que caí -su novela más ambiciosa- o en El embrujo de Shanghai, grandes obras en las que la imaginación es la puerta de escape a una realidad más brillante y por lo tanto más dolorosa por lo que tiene de contraste. Pero sobre todo había que evitar obligarle a hacer elucubraciones de intelectual, hacerle hablar de los significados de su obra.

"No me gusta hablar de la faena", solía decir rebajando la importancia de su obra, como un obrero o un artesano. No hay que olvidar que antes de vivir de la escritura, Marsé trabajó como joyero.

Lo que no se puede negar es que el escritor, nacido Juan Faneca pero adoptado por la familia Marsé, tiene un origen novelesco. La versión que al autor le contó su madre adoptiva es que ellos acababan de perder un hijo, nacido muerto, y a la salida del hospital un taxi recogió a los desventurados padres y el chófer, padre biológico de Marsé, les ofreció la criatura que acababa de quedarse sin madre. Marsé superaba los 70 cuando, gracias a su biógrafo Josep Maria Cuenca, concluyó que aquella historia era inventada y él supo que en realidad su padre biológico y su padre adoptivo se conocían porque ambos militaban en el Estat Català. Conocerlo no añadió ningún trauma en el escritor -siempre había llevado su adopción con naturalidad- y afirmó que Marsé, pese a saber que la historia del taxista era mentira, la prefirió siempre, apreciando su valor como protección. "Eso mismo es lo que hace la literatura con nosotros", dijo.

El escritor creció en el barrio del Guinardó, que marcaría la geografía de sus novelas, el territorio Marsé, un territorio casi imaginario y geográficamente pequeño, que se ampliaría a Gràcia y el Carmel. Allí, los hijos de aquellos que habían perdido la guerra jugaban a inventarse historias, las célebres aventis, a falta de juguetes.