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El gobierno de los sabios

La ciencia opera con principios que tienen el aplomo insobornable de la ley de la gravedad. La política, en cambio, es el arte de sumar voluntades para provocar cambios en la sociedad teniendo en cuenta que las opiniones, a menudo, no coinciden con las mediciones de la realidad y que los intereses cambian de mano con más rapidez que la falsa moneda. Las dificultades para hacer compatibles estos dos criterios están en el origen de la frustración que han dejado tras de sí los intentos que ha habido de aunar ciencia y política desde que Platón propusiera hace 25 siglos su "gobierno de los sabios".

¿Hay motivos para pensar que ahora, ante el pasmo general que ha causado la mayor pandemia de la que hay memoria, los políticos y los científicos van a saber entenderse para construir un mundo mejor?

El matemático y economista Juan Ignacio Crespo se muestra pesimista. "Todo seguirá igual. El ser humano tiene una capacidad innata para olvidar las malas experiencias y en cuanto pase la alarma y se reactive la economía, volverán la codicia y la obsesión por el corto plazo. En el futuro, los científicos tendrán el papel que tuvieron hasta ahora", pronostica. En su opinión, plantear un reparto de funciones diferente iría contra la naturaleza de cada uno de esos oficios. "El político es como un guardia urbano: hay que pedirle que dirija el tráfico sin causar más problemas de los que había. Al científico hay que pedirle la vacuna, no que sepa gobernar el mundo", añade.

Tampoco es esa la aspiración de la comunidad científica cuando reclama más atención por parte de quienes diseñan la vida pública, sobre todo cuando ni ellos mismos se ponen de acuerdo en sus diagnósticos. ¿A qué expertos debieron escuchar las autoridades cuando empezó a propagarse el coronavirus?, ¿a los que aconsejaron a Boris Johnson que lo dejara extenderse para alcanzar la inmunidad de rebaño o a los que reclamaron el confinamiento semanas antes de que este se aprobara? "Por eso es conveniente que los equipos de expertos que asesoran al poder sean variados e independientes. Pero la decisión final debe tomarla el gobernante, no el científico", señala la viróloga del CSIC Margarita del Val.

En su libro La democracia del conocimiento, el filósofo político Daniel Innerarity advierte de las limitaciones que tiene cada uno de estos ámbitos a la hora de afrontar los asuntos de la vida pública y de entenderse mutuamente. "La decepción de los políticos de que no les proporcionan consejos claros y seguros se corresponde con la decepción de los científicos de que frecuentemente su consejo no es escuchado. Cuando se trata de pensar las relaciones entre saber y poder, conviene tener en cuenta que ni uno sabe tanto ni otro puede tanto", escribe el filósofo.

Estas semanas, los gabinetes científicos se han convertido en el diapasón que afina la música que sale de los despachos gubernamentales de todo el mundo. ¿Supone esto un correctivo de la ciencia sobre la política? "No lo creo. La ciencia solo está interesada en la verdad, mientras que la política, también ha de atender a criterios de oportunidad, a las repercusiones económicas de sus decisiones e incluso a una idea de salud pública más amplia que la de los epidemiólogos", responde Innerarity, aunque reconoce que esta pandemia está haciendo que se planteen cuestiones que hasta hoy no se habían discutido. "Uno de los grandes debates del futuro será decidir qué lugar deber ocupar la ciencia en la toma de decisiones políticas", alerta.

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