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Luis M. Alonso.

Una pregunta que no tiene fácil respuesta

Los británicos respaldan el confinamiento porque no ven fácil salir de él - La mayoría de los expertos insiste en que no se puede concluir el encierro sin pruebas masivas y reiteradas

La pregunta de cuándo ha de concluir un confinamiento no tiene una fácil respuesta. Depende en qué circunstancias se formule, qué lugar y bajo qué planteamientos. Jonathan Freedland, en "The Guardian", pone un ejemplo ilustrativo. Imagina a una familia que ha escapado de un oso feroz en el bosque buscando refugio en una cabaña. Tras permanecer allí durante semanas, la familia está desesperada por saber en qué momento puede salir. Pero no pregunta simplemente cuándo, sino si será seguro hacerlo; una cuestión que, a su vez, depende de otras: ¿el oso ha sido domesticado? Si no es así, ¿tenemos las armas para destruirlo o al menos protegernos de él? ¿Esas protecciones son lo suficientemente fuertes como para que podamos aventuramos?

La impaciencia por ver el fin de esta cuarentena global masiva es comprensible, escribe Freedland. No es solo el aburrimiento o la falta de resistencia lo que la provoca. Hay personas que empiezan a preocuparse por tener comida en la mesa; otras, cuya salud mental es vacilante; son casos dramáticos las que se hallan un día más atrapadas en una casa con un maltratador. Para ellas, el encierro es una sentencia de cárcel, necesitan que termine. En cambio, para los gobiernos desbordados por la tragedia que no han podido o sabido actuar a tiempo resulta tentador el confinamiento como una solución: todos se quedan en casa, frenamos la curva y luego, lenta y gradualmente, levantamos las restricciones y volvemos a la normalidad. Pero tampoco es del todo así.

El aislamiento era simplemente el instrumento más crudo y contundente cuando el coronavirus atacó por primera vez. Su objetivo principal era mantener bajo el número de personas infectadas para que los servicios de salud pudieran hacerle frente. En el caso británico, cuenta el columnista de "The Guardian", ha funcionado. Pero aunque era y es esencial, el confinamiento de las personas solo puede ser un primer paso. Goza del apoyo notable de una población atemorizada pero acabaría en el momento en que una mejor opción estuviera disponible. Lo ideal es la vacuna que equivale a dejar el oso de nuestra historia sin garras y dientes, pero eso, advierten los científicos, tiene un horizonte de año y medio por delante en el mejor de los casos. Entonces, ¿cuál es la ruta alternativa?

Los expertos coinciden en una cosa. El distanciamiento social tendrá que perdurar aunque la clave está identificada desde el primer momento y consiste en pruebas, pruebas y más pruebas. Aunque también aquí, recuerda más de uno, existe una idea errónea a escala. Hasta ahora, las pruebas se han limitado a las personas con síntomas y en el hospital. El economista estadounidense Paul Romer, que no es epidemiólogo, convoca la atención en el Reino Unido por su insistencia en que para que la actividad productiva y la vida vuelvan a la normalidad será necesario realizar pruebas médicas a millones de personas, todo el tiempo. Se imagina a los trabajadores de salud siendo evaluados al comienzo de un turno; lo mismo ocurriría con los farmacéuticos, policías y conductores de autobuses. O los docentes y empleados de restaurantes. Romer no se molestaría en evaluar a las personas que ya tienen síntomas: deben presumirse positivos y aislarse de inmediato. Son los asintomáticos los que necesitan ser identificados. La lógica que sustenta el plan es clara: no tendrá sentido reabrir tiendas, bares y restaurantes si la gente siente demasiado miedo por visitarlos. "No se puede levantar el confinamiento mientras no se realice una prueba masiva", ha recalcado. Y esta tiene que ser reiterada. Hay cálculos al respecto.

Romer, por ejemplo, estima que serían necesarios aproximadamente 22 millones de tests todos los días solo en Estados Unidos, y una vez cada dos semanas. En el Reino Unido, el objetivo de los cien mil por día no se ha alcanzado.

Entre los británicos, la encuesta oficial se ha centrado en lo que la opinión pública piensa acerca de las medidas de confinamiento, aspecto primordial de nuestras vidas enclaustradas, no sobre si la información crítica con el Gobierno resulta engañosa como para censurarla, como es el caso del CIS español. Naturalmente es muy difícil confinar la palabra del pueblo británico, que tiene una fe fundida en hierro sobre el papel esencial de los periódicos en la democracia. El abrumador apoyo público reportado por las encuestas de opinión para las medidas de cierre respalda una eficaz campaña de mensajes de la que el Gobierno se encuentra muy orgulloso, cuenta Janet Daley en "The Telegraph". Y acredita la profunda decencia y ejemplaridad de la población, añade. Pero, según Daley, debe tomarse con todas las reservas habituales que se aplican a este tipo de consultas. La formulación de la pregunta, como sabemos los españoles por las técnicas empleadas por el instituto que maneja Tezanos, es primordial. ¿Cuántas personas, cuando se les pregunta si aprueban un encierro, que se les ha dicho una y otra vez que protegerá al sistema de salud y salvará vidas, podrían responder a los encuestadores que no? "La renuencia a admitir los verdaderos sentimientos, cuando se ha dado la abrumadora impresión de que resultan moralmente reprensibles, ha sido la ruina de los encuestadores durante muchos años", escribe la veterana columnista del "Telegraph". Al final, todo nos lleva a quien toma las decisiones morales y a quien tiene el derecho de tomarlas. Las personas con mayor riesgo, los ancianos, especialmente los mayores de 80 años, con problemas de salud adicionales, parecen ser los menos satisfechos con las restricciones actuales y los más ansiosos por verlas suspendidas. En realidad no es tan sorprendente, no quieren pasarse parte de lo que les queda de vida encerrados.

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