La culpa fue de Judd Apatow, Greg Mottola, Seth Rogen y Evan Goldberg. En 2007, el mismo año que Netflix iniciaba su servicio de vídeo bajo demanda, el cuarteto parió la que probablemente sea la obra maestra de la "factoría Apatow": "Superbad" (estrenada en España como "Supersalidos"). Aquel filme modesto no solo se convirtió en un éxito global (con un coste de 20 millones de dólares, recaudó 170, prácticamente lo mismo que "No es país para viejos"), sino que se convirtió poco menos que en un filme de culto. Aquel filme es, precisamente, el modelo de "Chicos buenos", con la salvedad de que, en vez de centrarse en un grupo de adolescentes hormonados en pleno tránsito del instituto a la universidad, en este caso se trata de unos críos que viven sus últimos años de primaria. Esto permite a los responsables del filme articular una sucesión de chistes y gags alrededor de la incomprensión de los tres chavales, entrañablemente ingenuos, respecto a ciertos objetos y situaciones, principalmente de carácter sexual, de su entorno. Escenas como el recibimiento de los rapaces (armados con consoladores) a un coleccionista de cromos o su reiterada confusión sobre los juguetes y artilugios del padre de uno de ellos resultan especialmente bien resueltas.

Con un jovencísimo reparto encabezado por Jacob Tremblay (el chaval de "La habitación"), y sin superar nunca la frontera de la incorrección política, "Chicos buenos" asume la perspectiva de su trío protagonista para armar una versión prepúber de la comedia gamberra, que sin embargo resulta bastante efectiva, con un buen número de gags atinados y una afortunada subversión de los clichés propios de la comedia adolescente/universitaria.

Pero más allá de esos momentos divertidos, "Chicos buenos" adolece de una total falta de músculo. Despojada de la reflexión sobre el paso a la madurez que enriquecía "Superbad", y con las aristas limadas, la película de Stupnitsky se queda en un simple entretenimiento.