Las habladurías no tienen medida y sobre Bob Dylan (Minesota, 1941) corre en los últimos años un bulo acerca de sus conciertos: que si canta mal, que si es un engreído y un huraño, que si está demasiado mayor para estas lides. Son opiniones osadas sobre un artista con un cancionero interminable que -por si fuera poco- admite variaciones con el paso del tiempo, al que acompañan varios de los títulos más inspirados e inspiradores de la historia de la música. Este lunes volvió a Galicia, once años después, con su gira inacabable, el Never Ending Tour. En un concierto de dos horas dio una lección de excelencia en el Multiusos Fontes do Sar de Santiago, lleno, entregado.

Fue una demostración de la grandeza de un mito que reformula sus éxitos: sucede con "It Ain't Me, Babe" al principio de la noche, con "Like a Rolling Stone", mediado el directo, o con en el primer bis, "Blowin' in the Wind," empujado por el violín. Con una voz coriácea que parece que desaloja al pulmón, mantiene la belleza de sus grandes composiciones a pesar de las vueltas de guion que dificultan la identificación de los títulos en los primeros acordes. Fue un concierto sublime, hasta inesperado al ver cómo ingresó en el escenario: con el pelo desaliñado, con un pantalón y una americana con dobleces y fuera de talla, como si saliera en pijama del dormitorio tras una noche terrible y se encontrara con el salón lleno. Parecía un primer truco de prestidigitador, para lograr el despiste.

El artista supuestamente desabrido miró al público todo el rato, sonrió por momentos, salió a estirar las piernas en los breves intervalos entre las canciones y se dejaba dominar en ocasiones por una pulsión que casi lo empujaba a bailar. ¡No dábamos crédito! Golpeaba el piano con la determinación de un recién llegado. Con una banda magnífica en la que destaca el guitarrista Charlie Sexton, el Nobel de Literatura conquistó a un público mayoritariamente fascinado. El concierto comenzó con la luz de la primavera colándose por la claraboya hasta que la atmósfera intimista del escenario fue capturando toda la luz.

Años atrás, en una de las pocas entrevistas que ha concedido, le preguntaron por qué siempre estaba de gira. Se tómo su tiempo y respondió: "¿Qué hay en casa?". Hace once años, en el recinto ferial de Vigo, el concierto fue una confusión: mal sonido, escasa actitud, ni un solo guiño. Este lunes, en Santiago, incluso alzó los brazos al final. No saludó de viva voz, es cierto. No importa: el pabellón rugió.

De su sexto álbum, de 1965, sonó con bríos renovados la canción "Highway 61 Revisited". De década a década, entre la era dorada y el presente, el de Minesota presentó maravillas, como "Love Sick" o la trepidante "Thunder on the mountain". Ocurrió lo que Sam Shepard cuenta en el libro sobre la gira de la "Rolling Thunder Revue" (1975-76): "Esta es la magia de Dylan. Dejando a un lado por un segundo su genio lírico, hay que contemplar la transformación de energía que lleva dentro (...). Creer en algunos mitos es venenoso, pero otros tienen la capacidad de cambiar algo dentro de nosotros, incluso si es solo durante uno o dos minutos". No se permitió la entrada de fotógrafos de prensa ni el uso del móvil; la seguridad hizo una vigilancia férrea. A Bob Dylan hay que verlo y recordarlo así, sea para descreer o para dejar de hacerlo.