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La hiel que habito

El director atormentado por el dolor y los recuerdos tóxicos, exhibe sus puntos fuertes: humor y drama conviviendo en armonía

Antonio Banderas y Penélope Cruz.

Pedro Almodóvar se moja como nunca al aparecer antes de la proyección dirigiendo unas palabras a los espectadores. Dolor y gloria es la película en la que más se expone, según él, aunque toda su filmografía esté (re)cargada de referencias a sí mismo. A sus gustos, manías, obsesiones, miedos, fracasos, pasiones. Deseos. Aquí todo es más explícito, incluido el vestuario y los decorados, lo que no quiere decir que sea siempre lo más íntimo. El director atormentado por el dolor y los recuerdos tóxicos que encarna un entregado Antonio Banderas (más convincente cuando no imita a Almodóvar en poses y voces) es el hilo conductor de una película que demuestra una vez más que los guiones son la parte más endeble en los trabajos almodovarianos, quien pierde demasiado tiempo en escenas de transición que no añaden nada.

Ahora bien, el material con el que trabaja el responsable de "La piel que habito" es tan personal y esconde tantos pliegues íntimos en su memoria (sin olvidar su querencia por las difuntas Natalie Wood y Marilyn Monroe) que los momentos de intensidad emocional creíble y persuasiva tiran de la película minimizando los daños colaterales de una escritura que avanza y retrocede a tirones. Una fórmula impresionista que funciona de maravilla cuando la cámara capta pura vida y que flaquea si el lienzo se queda a medias, con algunos personajes desdibujados por la obviedad y algunas escenas (la de las mujeres lavando en el río de los peces jaboneros con la cantante de moda incluida) de impostada belleza.

Hay un cruce de vías en el que Almodóvar se abre en canal, y lo hace exhibiendo uno de sus puntos más fuertes: humor y drama conviviendo juntos en conmovedora armonía. Las conversaciones entre madre e hijo, sobre todo la que tiene lugar en una terraza con un contenido desgarro, impulsan una historia que no por casualidad arranca con Banderas sentado en el interior de una piscina para ahogar sus dolores bajo el agua, y que termina con un arrebato de esperanza que, como el huevo de madera que usaba su madre, sirve para zurcir penas que atragantan, tuercen la espalda e invaden la memoria, esas a las que solo el arte puede lavar en el río de la vida.

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