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El tormento y el éxtasis

El Van Gogh de Julian Schnabel no escapa del desequilibrio entre los hallazgos formales y algunos males de fondo

Willem Dafoe, caracterizado como Van Gogh.

Hay películas que son como una bolsa de cacahuetes. La mitad es aire. Pero la otra mitad alimenta. Suele pasar con las obras de Julian Schnabel (salvo "Miral", que no tiene un pase). Extraordinario pintor, como cineasta da una de cal y otra de arena en la misma propuesta. Capaz de pintar con la cámara momentos que se grapan a la mirada, sus logros quedan magullados por una tendencia a la banalidad en el trazo de los personajes y a preocuparse más por la fachada que por los interiores. Y su Van Gogh no escapa de ese desequilibrio entre los hallazgos formales y algunos males de fondo, disimulados en gran medida por la fascinante interpretación de Willem Dafoe. Que el imitador Rami Malek le impidiera ganar el Óscar es una de las mayores tropelías en la historia de los premios. Es tal la identificación del actor con su personaje que a los treinta segundos ya has olvidado que Van Gogh tenía 37 años y Dafoe anda por los 63. No importa. Ahí está el pintor: su mirada engarzada a la Naturaleza, sus arrebatos de aparente locura, los tormentos que van ariando su rostro, las penurias que van enriqueciendo su trazo hasta hacerlo eterno. El éxtasis en soledad. Le conocemos en los estertores de su vida, antes de que un absurdo accidente acabe con ella (según la versión adoptada por Schnabel) y su obra rodee su ataúd como si de un mercado se tratara. Le escuchamos (extraordinaria escena con el sacerdote, verdades como puñaladas) cuando se confiesa y se abre en canal. Le comprendemos cuando espanta a un grupo de niños insolentes que irrumpen en su paraíso terrenal. La locura que alimenta el arte, la precariedad que cultiva porque odia la idea de recuperar la salud. "La enfermedad puede a veces curarnos".

Schnabel cae a veces en un preciosismo hueco a lo Malick y la presencia de algunos personajes estereotipados (Gauguin, Theo) rebaja la intensidad de la propuesta, pero cuando acierta (ya en el arranque, con unas simples botas enmarcadas) la pantalla es un lienzo de intensísimo fulgor. Y Van Gogh vive.

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