Lars von Trier cuenta con su inconfundible estilo, fascinante para unos e irritante para otros, la historia de Jack, un asesino en serie que dedica su vida a matar inocentes elegidos al azar, al tiempo que reflexiona sobre peliagudos asuntos de la condición humana y lanza provocativas teorías sobre la utilidad del asesinato como arte y disecciona las zonas más horrendas de la humanidad, nazismo incluido. Con una duración a todas luces excesiva y algunas decisiones que buscan sin contemplaciones epatar a los espectadores más impresionables, el cineasta se sirve de un inquietante Matt Dillon para componer un puzle en el que se alternan las piezas brillantes con otras defectuosas que estropean el conjunto.

Si el relato frío y macabro de los crímenes de este monstruo errante logra provocar más de un escalofrío y llena de desasosiego la pantalla, mezclando la exposición descarnada de los horrores con un sentido del humor que abraza directamente la incomodidad, la deriva de la historia a una especie de autoconfesión / redención en la delirante parte final hace tambalearse la construcción y la carga de resonancias pedantes que resultan algo plomizas.

Von Trier hace algo así como una catarsis personal en la que recurre sin recato a su propia obra como fuente de inspiración/expiación, echa mano de materiales literarios y pictóricos (la irrupción del gran Bruno Ganz en plan virgiliano y el desenlace están al borde mismo del ridículo) para hilvanar un rudimentario discurso sobre la violencia, la deformidad humana, la arbitrariedad de las decisiones artísticas y la reconversión de un espíritu iconoclasta en simple marca de estilo que ya no escandaliza ni provoca ni perturba. Von Trier ha llegado a un callejón sin salida. Veremos cómo sale de él.