Los intentos de analizar el rock en términos serios resultan cargantes. Lo que emociona de él es su franqueza y su sentido del humor impertinente. Saberlo engrandeció la prosa de Lester Bangs. "No se trata de técnica", escribió en 1980, queriendo antidefinir el rock. "Tampoco de virtuosismo. Esto no es jazz". Los mejores libros que se han escrito sobre la música más generacional, los de Nick Cohn, el propio Bangs y Greil Marcus, combaten precisamente la pretenciosidad con que lo han revestido algunos, intérpretes y críticos.

Hubo un tiempo en que el "Rolling Stone" era para mí una especie de adicción. También era la época de las adicciones. Bangs empezó en la publicación de Jan Wenner y lo que escribía me volvía loco. Lo seguí más tarde en el "Village Voice", y recuerdo que cayó en mis manos algún que otro ejemplar de "Creem", la revista que editó en Detroit entre 1970 y 1976. Pero por razones de edad y localización donde más oportunidades tuve de leer a Bangs fue en las selecciones que no han dejado de imprimirse de sus mejores piezas. Murió en 1982, a los 33 años, no como resultado de sobredosis o de sus batallas contra las drogas y el alcohol, sino de una puñetera gripe que se le complicó. En el cine lo encarnó Philipe Seymour Hoffman, que también falleció prematuramente. Una de esas recopilaciones, Reacciones psicóticas y mierda de carburador, ha visto recientemente la luz gracias a Libros del Kultrum, con traducción de Ignacio Julià y editada por Greil Marcus, digamos su albacea y el autor de Mystery Train, otro de los grandes clásicos literarios sobre el rock. Una joya.

Bangs creía apasionadamente en la música rock como la más vital e innovadora de las artes populares pero eso no le impedía denunciar los excesos de la industria. En plena mecanización del rock por parte de Kraftwerk, Ralf Hutter y Florian Schneider, colíderes de la banda alemana, visitaron a Bangs en Detroit para contarle que, pese a las influencias germanas de Nico y John Cale, o de Lou Reed en Berlín, los americanos seguían con su goma de mascar incapaces de entender los avances de la música. No encontraron tampoco divertido que el entrevistador les sugiriese como autores de Autobahn, su álbum de moda, que posaran en una foto en la autopista de Detroit. "No -dijo Ralf con énfasis- no posamos. Disponemos de nuestras propias fotografías".

-¿Por qué?, preguntó Bangs.

-"Porque somos unos paranoicos", respondió Ralf de modo categórico.

Ambos, Raf y Florian, estaban explicando las ramificaciones de la paranoia germánica, cuando el último de ellos se levantó de golpe, abrió la ventana para dejar salir el humo de la habitación y dijo: "También nos ha entrevistado 'Rolling Stone', pero no ha durando tanto. Es hora de retirarse. Debéis excusarnos". Con otros modales, volvía el Reich.

Pero Bangs fue capaz, por otro lado, de glorificar con su prosa iconoclasta las virtudes de auténticos músicos pop como Van Morrison o The Clash, que imprimieron vitalidad al género. Asimismo se centró en los peores aspectos de la industria con la ferocidad del que odia el rock más esnob. La gran ventaja de Bangs era ser mejor escritor y un observador más agudo y avezado que cualquier militante de las filas del esnobismo. "Creo", escribió en 1970 con una gran visión futurista de la jugada, "que el verdadero rock and roll puede estar desapareciendo, al igual que la adolescencia. Lo que tendremos en cambio es una pequeña isla de música nueva y gratuita rodeada de un vasto mar de los Sargazos poblado de basura absoluta". Por decirlo de otra manera, Lester Bangs mantuvo una relación de amor-odio con la música que más admiró. Cada vez que escucho Astral Weeks, el disco que más significó en su vida, siento una especie de remota complicidad con aquel periodista visionario y psicótico.