Segunda entrega de lo que ya parece una inevitable franquicia en plan Harry Potter, la nueva incursión cinematográfica en los universos paralelos diseñados con indudable pericia y astucia por J. R. Rowling se beneficia de un personaje más adulto que el famoso mago (y, por lo tanto, con menos tendencia a resolver algunos asuntos de banalidad galopante) y de una ambientación más realista en la que las irrupciones de lo fantástico son, por su mismo carácter extraordinario, más sorprendentes y audaces. La presencia de Eddie Redmayne aporta casi siempre consistencia a su personaje y dos actores con tendencia a pasarse de rosca como Jude Law y Johnny Depp logran construir unos personajes bien avenidos con los recovecos de una historia en la que los efectos especiales tienen un razón de ser incuestionable para crear criaturas fuera de lo común. Rowling es una eficaz recolectora de influencias de todo tipo (desde Tolkien hasta Shakespeare, pasando por la Biblia y los mitos griegos) con las que ensambla historias con tendencia a lo sombrío y asomando el apocalipsis entre las costuras de la magia (buena o mala) y el heroísmo alborotado. El dócil David Yates no se sale del carril previsto con una realización tan pulcra como escasamente original, dependiente en todo momento de la fuerza digital que ponen en sus manos para recrear universos irreales y hacerlos realistas. Como guionista, Rowling tiene demasiada tendencia a desordenar la trama con un sofocón de personajes, aunque no se le puede negar habilidad para llenarla de detalles ingeniosos que disimulan los socavones de ritmo y confusión.