Cuando hace diez años (¡ya! ¿ya?) se estrenó Mamma mia!, al instante pasó a ocupar un lugar de dama de honor en la lista de películas para sentirse bien, eso que en Hollywood llaman "feel good movies".

O sea, que muchos espectadores salen de la sala con una sonrisa de oreja a oreja y tarareando la banda sonora. Otros, no tanto. Lo cierto es que la fórmula funcionó a la perfección: las canciones pegadizas de ABBA, un reparto de campanillas liderado por Meryl Streep y con galanes maduritos, bonitos paisajes y una mezcla de historias de amor de distintas edades para satisfacer a todas las ídem.

Cinematográficamente, una nadería. Su secuela, o precuela, o ambas cosas, pierde dos bazas fundamentales: una, en el reparto, y otra en la discografía.

El grueso de las canciones no tienen la pegada de los grandes clásicos del grupo sueco (y alguna tan conocida como Fernando regala un momento más bien chusco) así que se echa mano cuando la función decae de temas que ya habían sonado en la primera entrega, pero sin su empuje nostálgico.

Pocas sorpresas hay en la pantalla, salvo la aparición rotunda de Cher y el trabajo formidable de Lily James, que por fin parece haber encontrado el vehículo perfecto para que le hagan caso como la estrella en ciernes que sabemos que es desde hace años.

La película es más bien dulzona, previsible y facilona, pero es improbable que nadie se llame a engaño si decide ir a verla porque da exactamente lo que promete: un azucarado y colorista cóctel de piña colada con mucha agua para llenar el vaso con pocos ingredientes.