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Diana Lorenzana Díaz: "Creo en la justicia y en África las pequeñas batallas merecen la pena"

La lucense lleva 15 años en el continente negro trabajando para la ONU y la Corte Penal Internacional

Diana Lorenzana, en una divertida instantánea familiar con su hijo mayor Karim y la más pequeña en brazos.

Un país "maravilloso" pero "totalmente putrefacto" tras dos décadas de conflictos armados, casi siempre con los recursos naturales como trasfondo -posee las mayores reservas de coltán del mundo- y con millones de víctimas mortales y de desplazados como resultado. Diana Lorenzana (Lugo, 1974) lleva quince años en África ayudando a restañar las heridas del Congo, primero trabajando para Naciones Unidas y, desde 2012, como oficial de derechos humanos de la Corte Penal Internacional, que ha emitido sentencias contra exgobernantes y líderes rebeldes por crímenes contra la humanidad.

"Hay más justicia en África que en otros países del mundo. Yo creo ciegamente en ella, lo contrario sería el caos. No veo una solución en grandes términos para el Congo, la gente ya no espera nada de su gobierno, pero las pequeñas batallas merecen la pena. Ayudar a una sola persona injustamente encarcelada merece la pena", reflexiona.

Diana estudió Derecho Comunitario en Madrid pero su idea nunca fue ejercer la profesión en un despacho. Vivió en Holanda y Escocia antes de regresar a Galicia para cursar un máster en Cooperación Internacional, cuyas prácticas realizó dentro del programa de voluntarios de Naciones Unidas en la ciudad alemana de Bonn.

Pero cuando quiso seguir vinculada a la ONU le dijeron que su currículo era insuficiente. "Mientras estaba en Edimburgo había leído un libro sobre Azerbaiyán, me gustó el país y entonces contacté con una organización local. Me fui con el dinero que había ahorrado trabajando de camarera y una vez allí también fui voluntaria con el Danish Refugee Council. Fue una aventura y me hubiese quedado de buena gana. Todavía mantengo el contacto con la gente", destaca.

La experiencia también le sirvió para que la misma persona que había valorado su currículo por primera vez la fichase para trabajar con el Alto Comisionado de Naciones Unidas para los Refugiados (ACNUR) en Tanzania. "Tenía veintipocos años y me pusieron a cargo de un campo de refugiados que huían del Congo y en el que vivían 94.000 personas. Estaba situado en una zona remota en la que durante año y medio no tuvimos ni teléfono ni internet. Era la única expatriada y los primeros meses lloré sin parar porque el choque cultural era muy grande. Aprendí suajili por necesidad. La responsabilidad era muy alta pero fue una experiencia única e increíble", asegura.

Después de tres años compartiendo el día a día con los refugiados, Diana se fue a vivir a Kinshasa, la capital del Congo, junto al que hoy es su marido, un tanzano de origen omaní que trabaja para la ONU. Y poco después pasó a formar parte como oficial de derechos humanos de Monusco, la misión de Naciones Unidas en aquel país para la protección de los civiles y la consolidación de la paz.

Durante más de cuatro años recorrió la República Democrática del Congo, uno de los países más inseguros del mundo, para garantizar que se cumplía la justicia. "Seguíamos el rastro de conflictos para entrevistar a víctimas o visitábamos calabozos para comprobar si había niños encarcelados. Estuve en situación de peligro más de una vez, pero siempre tuve muchísima suerte", relata tras recordar que dos investigadores de la ONU fueron asesinados el año pasado.

Su siguiente destino profesional fue la Corte Penal Internacional, pero al cabo de unos años su marido fue destinado a Uganda y ella se quedó sola en Kinshasa con sus dos hijos, el mayor, que entonces tenía 3 años, y una bebé de meses. "Lo pasé muy mal por ellos y por mi salud, porque tengo diabetes tipo 1. Es una ciudad muy agresiva y hay mucha inestabilidad política. Tenía alimentos en casa para un mes por si pasaba algo", comenta.

Finalmente consiguió el traslado a Kampala, la capital ugandesa, aunque no sabe por cuánto tiempo. "Que decida el universo", expresa esta valiente que en el último año ha aumentado la familia con otra pequeña. La enfermedad crónica que padece no ha sido impedimento ni para ser madre ni para su profesión. "A finales de mes vuelvo a Galicia y me pondrán una bomba de insulina. Mi médico de Lugo siempre me ha dado libertad y confianza", agradece.

Tampoco su madre intentó frenar sus ansias de aventura. "Nunca me puso barreras, aunque supongo que se quedaría con el corazón en un puño cada vez que viajaba sola. No sé si yo sería tan permisiva hoy con mis hijas", bromea.

"Quería una vida abierta a otras cosas, no encerrarme en mi burbuja y aunque pagas un precio todo lo que tengo es para darle gracias a la vida. No me arrepiento de nada", celebra. Sus tres niños hablan suajili, español e inglés y en Lugo son "felices". A ella no le cuesta adaptarse a Galicia cada vez que deja el continente africano, ni tampoco dejar atrás las situaciones durísimas que afronta en su trabajo: "El deporte y la vida social te liberan la mente. No me cuesta desconectar. En cuanto llego a casa y me abrazan mis hijos se me olvida todo".

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