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El último chatarrero

Bay junta a sus robots con la leyenda artúrica en un interminable chorreo de excesos

Mark Wahlberg, en una nueva aventura de los "Transformers".

¿Será capaz Michael Bay de llevar a buen puerto una película algún día? Estuvo a punto con "Dolor y dinero", en la que su estilo visual desmadrado y siempre acogedor con la horterada encajaba como un guante. ¡Incluso lograba que Mark Wahlberg, Dwayne "The Rock" Johnson parecieran actores de verdad! Y no se me caen los anillos por admitir que incluso en sus peores películas hay siempre momentos de esos que dices: ay, si se olvidara de que es Michael Bay y tiene que hacer honor a su fama de trilero rompecabezas con la cámara y sus bombardeos de planos cortos?

En "Transformers: El último caballero" también hay algunas secuencias de apabullante brillantez y no solo por sus efectos digitales. Lo malo es que yacen sepultadas bajo 149 minutos interminables con uno de los desenlaces más agotadores que se recuerdan: parece que no va a terminar nunca y llega un momento en el que te importa un pimiento lo que pase en la pantalla porque entre tanto ruido, cacharrería y espectacularidad al servicio de la nada se pierde la tensión, desaparece el interés y domina el tedio y la impaciencia.

Recuerdo que el primer Transformers, quizá porque andaba merodeando la sombra de Spielberg, había una estructura consistente con una primera parte en la que se presentaban personajes de forma sensata para hacerlos bien humanos entre tanta máquina, y que la paulatina aparición de los vehículos robot daban al producto una creciente y rara veracidad dentro del delirio fantástico general. Las sucesivas entregas posteriores fueron prescindiendo sin piedad de esas cualidades y Bay se dejó poseer sin resistencia por los placeres del exceso olvidándose de los personajes de carne y hueso y fabricando escenas de destrucción y lucha cada vez más largas y tecnológicamente perfectas. Aquí mete con calzador elementos artúricos de la mano de un Anthony Hopkins con el piloto automático puesto (¿realmente compensa el pastón que le dan a cambio de malgastar su talento así?) y, a decir verdad, el disparate es tan mayúsculo que, al final, resulta ser lo más divertido del producto (me resisto a llamarlo película), ridículo cuando se pone solemne patético cuando intenta hacerse el gracioso y tan infantil que se diría escrito por un guionista que aún no ha dejado el chupete.

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