Recogió la Medalla Fields con un atuendo con el que podría haber bajado a por el pan una mañana cualquiera. En aquel Congreso Internacional de Matemáticas de Seúl en 2014 Maryam Mirzakhani ya se sabía enferma. Un cáncer de mama con el peor de los escenarios médicos posibles. Tenía entonces 37 años y una hija pequeña. Mirzakhani, la primera mujer que logró el Nobel de Matemáticas, acaba de morir a los 40 en los EE UU.

La parte inteligente de la Humanidad (una minoría, para qué nos vamos a engañar) supo aquel día del premio que se estaba escribiendo Historia. Un capítulo que no cambiaba el mundo pero que contenía toda la fuerza simbólica en la lucha milenaria de las mujeres en búsqueda de la igualdad. A los historiadores de las Matemáticas no les resultó neutral ese año 2014, cuando Mirzakhani, nacida en Teherán en 1977, recibió la Fields. Cien años antes una alemana genial, Emmy Noether, había aceptado el encargo de la Universidad de Gotinga para que se reincorporara -eso sí, de tapadillo- a la actividad docente e investigadora del que por entonces era el centro matemático más importante del mundo.

A Emmy Noether nunca le importaron los galones. Le importaban sus alumnos, a los que reunía en su casa en sesiones matemáticas llenas de vigor. Un mal día tuvo que marcharse de su tierra porque unos locos apelaron a la sangre como argumento de permanencia y pedigrí. Murió en los Estados Unidos antes de que Hitler hiciera estallar la II Guerra Mundial y convirtiera al planeta en un polvorín.

David Hilbert, otro genio matemático que fue mentor y compañero de Noether en Gotinga dijo aquello de que "las Matemáticas no saben de razas. Para ellas el mundo de la cultura constituye una sola patria". Unas palabras pronunciadas en 1928, cuando ya habían aparecido los primeros nubarrones del delirio.

Entre Emmy Noether y Maryam Mirzakhani hay un siglo de diferencia y algunas similitudes biográficas. Ambas buscaron en los Estados Unidos horizontes laborales y vitales que se les habían negado en sus lugares de origen. Ninguna de las dos renegó, sin embargo, de la tierra de partida. Cuando Mirzakhani recibió la Medalla Fields en 2014 colgó de las redes sociales un "Gracias" en iraní y en inglés, con dos fotos: ella a lo occidental, y ella con velo, a lo iraní. Estados Unidos e Irán vivían momentos de alta tensión, pero ambos países saludaron cortésmente, incluso cariñosamente, aquel reconocimiento internacional a la mujer con cara de niña, menuda y frágil, brillante y valiente, acosada por una enfermedad que le impidió incluso pronunciar la conferencia conmemorativa del galardón en el congreso de Corea del Sur. Qué gratificante lección cuando el trabajo fértil de la ciencia y el progreso logra acallar, aunque sea temporalmente, las algaradas de la política irracional.

La Medalla Fields se entrega a matemáticos menores de 40 años, por trabajos avalados por la exigente comunidad científica del sector. Mirzakhani era experta en Geometría de Sistemas Dinámicos, pero eso importa poco aquí y ahora.

Trabajó en Harvard, en Princeton y desde 2008 en Stanford. Tenía fama de incansable, una mente maravillosa que dejó a los expertos con la boca abierta con su rompedora tesis doctoral en 2004. Una mujer humilde. Por eso, entre otras cosas, era tan grande.

Un repaso a las páginas de Internacional de un periódico o a un telediario cualquiera nos arrastra a la conclusión de que la Humanidad ha aprendido poco. Se progresa en lo técnico hasta romper los límites de la imaginación, pero encallamos en la esencia de la vida misma, en los valores que nos identifican como especie.

Maryam Mirzakhani no era mujer de grandes declaraciones. Lo mejor de los genios es su desdén por lo accesorio, su huida de la superficialidad, una patología para la que hay remedio aunque cueste encontrarlo en estos tiempos de vaguedades sin cuento y memeces a granel.

Que la lucha continúe, y que Emmy Noether y Maryam Mirzakhani sean banderas desplegadas al viento, que nos recuerden que queda mucho camino por recorrer.