"Cuando en el cielo un ángel no hace los deberes, el Señor lo encierra en una celda muy, muy oscura". Así de metafórica arranca "Las confesiones", que mete a sus personajes en una celda muy, muy oscura pero íntima porque carnalmente viven como lo que son: todopoderosos que rigen los des(a)tinos económicos del mundo y que se reúnen en secreto para sus siniestros tejemanejes. Lo que hace Andò es meter en ese microcosmos de lujosas miserias algunos elementos extraños: una escritora, un cantante solidario y un monje al que el director del Fondo Monetario Internacional ha invitado para que le confiese. Cuando el anfitrión se suicida, irrumpe en la película una modesta vía de intriga (¿qué le contó, si es que le contó algo?) que Andó resuelve sin aspavientos gracias a unos flashbacks en los que Toni Servillo y Daniel Auteil se bastan y se sobran para ofrecer las mejores escenas.

Sin los fuegos artificiales de un Paolo Sorrentino tanto en la estética como en la escritura, la película de Andò discurre con una placidez apropiada para el personaje central y las sucesivas conversaciones del religioso con el resto de figuras atrapadas en ese escenario de grandes espacios y pequeñas miserias.

"Los pecados de los demás me perturban". Con abundantes píldoras reflexivas (algunas para curar, otras para acusar), "Las confesiones" se beneficia de la solidez de un reparto bien elegido y flojea en algunos personajes dibujados de forma un tanto burda, reservando para el final sus peores elecciones con alguna que otra imagen metafórica con animales que no encaja muy bien en una obra que tiene sus mejores bazas en el cruce entre la mirada piadosa del monje ("el único lado del frente en el que vale la pena combatir") y las confesiones brutales de unos tiburones de las finanzas. Si "para San Agustín, la confesión es un grito del alma", la cinta de Andò crece cuando se escuchan esos gritos atrapados en declaraciones sin mordaza. "El mundo es injusto". "La democracia es una mentira". "Los parlamentos están constituidos por mulas muertas". "Los políticos son hombres de negocios". "La soberanía del estado no existe". Trallazos verbales un tanto obvios aunque oportunos a la vista de lo que ocurre en el mundo.

Hace falta un Sorrentino o un Aaron Sorkin para llegar más profundamente al fondo de cuestiones que se sugieren ("El sentimiento que mejor nos describe: la impotencia", el concepto de "destrucción creativa") pero esta película combativa y honesta ("No se compra el silencio") tiene suficientes apuntes de interés como para ser recomendada a espectadores inconformistas.