Xosé tiene unos grandes ojos azules que no suelen mirar directamente a su interlocutor; una sonrisa que brota brillante cuando se le mencionan algunas de las cosas que más le gustan como sus perros, los videojuegos y los cómics y, sobre todo, muchas ganas de tener amigos y de que la gente le comprenda y deje de decir que es un chico raro. "Tengo autismo y a veces, cuando hay muchas personas a mi alrededor, me agobio con el ruido que hacen. La gente no me entiende, pero claro que me gusta estar acompañado, yo no soy raro solo tengo autismo", afirma con una lúcida sencillez y un gran dominio del lenguaje este vigués de 17 años que fue diagnosticado de trastorno del espectro autista (TEA) a los 9.

Hoy se celebra el Día Mundial de Concienciación sobre el Autismo, un trastorno que afecta al 1% de la población general y que hace referencia a un conjunto amplio de condiciones que afectan al neurodesarrollo y al funcionamiento cerebral de los afectados, dando lugar a dificultades en la comunicación e interacción social, así como en la flexibilidad del pensamiento y de la conducta.

Esa es la teoría. La realidad es que se trata de un trastorno muy variable y que, aunque existen una serie de rasgos típicos, cada persona diagnosticada es diferente y precisa de unas atenciones específicas. Sin embargo, todos ellos coinciden en una misma reivindicación: que la sociedad haga un esfuerzo mayor en comprenderles, ya que esa es la única manera de romper barreras.

Solo en la zona de Vigo y su comarca hay unos 3.000 afectados. Xosé Vila es uno de ellos. Su diagnóstico es de trastorno autista de alto funcionamiento y su historia, aunque tendrá muchos rasgos en común con las de otros niños con autismo y sus familias, también es única.

Solo tenía unos meses cuando sus padres, Paz Alonso, prejubilada de la banca, y José Manuel Vila, conductor de autobuses, residentes en As Neves, se empezaron a dar cuenta de que sus reacciones no eran como las que habían visto en su hermana mayor, Sara. "Lloraba cuando le frotaba con una esponja, al vestirle, en ambientes ruidosos, y no cumplía con los hitos de desarrollo esperables en cualquier niño", recuerda Paz, a la que pronto le llamó también la atención "su mirada fija pero perdida". "Ojalá el diagnóstico hubiera sido antes porque habríamos evitado mucho sufrimiento".

Paz se refiere a la hipersensibilidad y a la hiposensibilidad, habituales en los niños con este trastorno, que les hacen capaces de captar sensaciones y emociones que los demás no percibimos: por ello eluden los sonidos fuertes, no se dejan tocar o abrazar, presentan reacciones exageradas ante determinadas texturas y algunos olores cotidianos les pueden causar un fuerte rechazo. "Esas sensaciones pueden ser terribles para ellos y les provocan una gran ansiedad pero, si no lo sabes, piensas simplemente que son unos maleducados y que no saben comportarse", advierten los padres.

El pequeño no empezó a hablar hasta los cuatro años y cogía rabietas muy a menudo. "Los pediatras no le dieron mayor importancia pero yo seguí insistiendo en que al niño le pasaba algo más", apunta la madre. Aunque hasta los 9 años nadie puso nombre al problema de Xosé, la familia comenzó mucho antes el peregrinaje por neurólogos, centros especializados y terapias de todo tipo para tratar de ir paliando las dificultades en su desarrollo que iban surgiendo. "Dejamos de hacer casi todo, para evitar problemas, y nos quedamos bastante aislados", cuenta la madre.

En este periplo, un médico dijo que sufría trastorno de déficit de atención e hiperactividad y le dieron una medicación que le produjo varios ataques de epilepsia. "Creo que los padres tenemos un sexto sentido para saber algunas cosas de nuestros hijos y, en este caso, yo me di cuenta de que esa medicación no le iba bien; tuve suerte de dar con otro médico que sabía escuchar muy bien a los padres y se la quitó", relata Paz.

El inicio de la etapa escolar supuso el comienzo de un verdadero calvario tanto para Xosé como para sus padres. La integración en colegios ordinarios es la primera opción en todos los casos en que sea posible. ¿Hasta cuándo? Preguntaron Paz y José Manuel. "Hasta que el nivel de sufrimiento se lo permita", les respondieron desde la Asociación Menela. "En ese momento no entendimos la respuesta, pero con el tiempo, nos dimos cuenta a lo que se referían", indican.

Durante la educación infantil todo fue bastante bien, pero al iniciar la Primaria las cosas comenzaron a complicarse. "La mayor parte de los padres se quejan cuando un niño como Xosé va a clase con sus hijos; aunque tiene un profesor de apoyo con él, consideran que les resta atención a los demás", lamenta Paz, que asegura que dejó de acudir a las reuniones de padres "porque salía siempre llorando de ellas".

Pero más allá de la parte académica, el sufrimiento de Xosé vino desde el principio por el aislamiento. "Los niños con autismo no desean estar solos pero es muy complicado que el resto de los niños se acerquen a jugar con ellos si no les explican bien el por qué de sus comportamientos o si los adultos no organizan el juego contando con él", explican los padres. Así, la mayor parte de los recreos Xosé se los pasaba solo en el patio. "Es muy duro que nadie invite a tu hijo a los cumpleaños o a jugar en su casa y, sobre todo, es muy duro saber que él se da cuenta", afirman. Según fue creciendo, comenzó, además, el acoso de algunos de sus compañeros. "Me llamaban gilipollas y papanatas", cuenta Xosé mirando al suelo, "no me gustaba estar allí", asegura muy serio.

El vigués cambió de colegio en varias ocasiones. "Salía triste y alterado de las clases y en una ocasión tuvo un ataque de ansiedad tan fuerte que tuvimos que llevarle a urgencias. Nos dijeron que sufría una depresión grande y que descansara un tiempo", cuenta la madre.

Tras pasar por varios colegios ordinarios, probaron con uno de educación especial en Pontevedra, donde compartía aula con niños con distintos trastornos, y, desde el pasado mes de diciembre, está en el centro específico para niños con autismo que tiene Menela en Vigo. "Ahora estoy contento", asegura Xosé, recuperando la sonrisa perdida al recordar el pasado.

Poner la mesa y sumar

En este centro, en el que cursan en estos momentos una treintena de alumnos, "poner la mesa es tan importante como las matemáticas", explica su profesora, Ana Rodríguez. "Buscamos que sean lo más autónomos posibles y fomentamos aquellas capacidades en las que destacan", añade. En el caso de Xosé, la docente alaba su uso del lenguaje, "que es una gran ventaja". Aún así, la forma de trabajar con los alumnos es muy visual, basada en pictogramas. "Es importante anticiparles lo que va a pasar cada día, lo que vamos a trabajar, lo que van a comer, los días libres...", indica.

El tiempo de ocio es otra de las barreras con las que se encuentran las familias de estos niños. "Los fines de semana hay muy pocas cosas que podamos hacer; antes había una asociación de asperger que organizaba actividades para los chavales pero cerró por falta de medios", dicen los padres, que se han volcado todos estos años en que su hijo se socializase apuntándole a clases de piscina, de ajedrez, de terapia con animales, etc., aunque eso supusiera recorrer decenas de kilómetros a diario.

¿Y el futuro? "Esa es la primera pregunta que te haces cuando te dan el diagnóstico de TEA. ¿Qué pasará cuando nosotros no estemos? Pero hemos ido aprendiendo a vivir al día, a intentar que nuestro hijo sea feliz ahora. Ojalá la sociedad avance y vea las ventajas de emplear a estas personas. Y, ¿sabes lo que te digo? Que no cambiaríamos a nuestro hijo por nada", concluyen los padres.