Entre la mirada de Michael Fassbender que abre la película (devastada por los horrores de la guerra) y la que cierra la historia frente a una de las muchas puestas de sol rodadas por Cianfrance (doliente pero serena) hay un océano de sentimientos que inunda la pantalla con desigual acierto. Hay en La luz entre los océanos una voluntad valiente y en cierto modo temeraria de regresar a formas de hacer cine deudoras de los grandes clásicos. Relaciones amparadas por el recurso epistolar, largos silencios que explican lo que las palabras no pueden capturar, presencia protagónica del paisaje como escenario revelador y apremiante, un ritmo manso y una tolerancia moral que mantiene alejada cualquier tentación de juzgar a los personajes. Intentemos entender sus razones. Es una lástima que, pese al esfuerzo de Fassbender, Vikander y Weisz, la película se quede demasiadas veces catatónica con un exceso de preciosismo y un déficit de emoción verdadera, aunque la paciencia tiene premio: el último tramo es bello, triste y conmovedor.