La Tierra se hizo más pequeña a los ojos de Nacho Dean, un intrépido malagueño de 35 años que se ha convertido en el primer español en recorrer el mundo a pie sin parar y en solitario. La gesta le llevó a caminar 33.000 kilómetros para cruzar 31 países de cuatro continentes. Comenzó su "paseo" el 21 de marzo de 2013 en la Puerta del Sol de Madrid adonde llegó de nuevo el pasado 20 de marzo. Tres años justos llenos de contrastes en los que ha pisado los parajes más bellos y los más inhóspitos y ha sido testigo tanto de la bondad de la mayoría de la gente como de la peligrosidad de las bandas organizadas en Sudamérica.

Dean se trae además consigo el testimonio del cambio climático. "En tres años de aventura solo he pasado frío tres meses: en los Andes, durante la tormenta Jonas que azotó la costa este de Estados Unidos, en el sur de Australia y en Irán", afirma este andarín infatigable, enfrascado ahora en la escritura de un libro autobiográfico, que ha comenzado a redactar en Siero, un pequeño municipio de Asturias, para narrar las vivencias de un periplo casi quijotesco del que se siente más que orgulloso tras haber gastado doce pares de zapatillas, perdido ocho kilos, esquivado la muerte en tres asaltos, escapado de un atentado en Daca, la capital de Bangladesh, y superado la fortísima fiebre chikungunya que le dejó tirado seis días en Chiapas.

"Ahora aprecio más todas las cosas", confiesa este joven, técnico de Medio Ambiente, que estudió Publicidad y Relaciones Públicas en la Complutense y era socorrista en una piscina de Madrid antes de salir de la puerta de su casa para dar la vuelta al mundo a pie con la única compañía de un carrito de trekking al que bautizó con el nombre de "Jimmy Águila libre" y con el que mantuvo largas y apasionadas charlas para evitar la locura durante sus larguísimos trayectos en solitario por Australia, donde se enteró en medio del desierto de que España había sido eliminada del Mundial de Fútbol. "La verdad es que me importó bien poco", reconoce.

No era la primera vez que Nacho Dean liaba el hatillo para disfrutar a pie de la naturaleza. "Había hecho el Camino de Santiago, la Transpirenaica y había estado ya cerca del Polo Norte". Recorrer el mundo era otra cosa. "Mi familia tardó en aceptar la idea pero una vez que se dio cuenta de que estaba más que decidido a cumplir mi sueño me apoyó sin condiciones", celebra mientras toma un té verde en una terraza madrileña de Legazpi. "No soy un superhéroe", precisa, "solo soy una persona que quiso de esta forma cantar a la vida y a la libertad para concienciar a la humanidad de que no podemos seguir castigando a nuestro planeta".

Tras abandonar España, Dean pasó por Francia, Italia, Eslovenia, Croacia, Serbia, Bulgaria, Turquía, Georgia, Armenia, Irán, India, Nepal, Bangladesh, Tailandia, Malasia, Singapur, Indonesia, Australia, Chile, Bolivia, Perú, Ecuador, Panamá, Honduras, El Salvador, Estados Unidos y Portugal, parada previa a su regreso a Madrid donde fue recibido como un campeón por familiares y amigos. La aventura por África se la plantea para dentro de cuatro años, un proyecto que ya prepara para recorrer en cinco años más de 40 países del continente negro.

No fue el recorrido por Europa el que más marcó a Dean, afirma al evocar el individualismo de los ciudadanos del Viejo Continente frente a la hospitalidad de las gentes de las pobrísimas aldeas asiáticas. Empujando el carrito de 50 kilos en el que transportaba sus enseres de supervivencia más básicos, el intrépido viajero caminaba una media diaria de 45 kilómetros, aunque llegó a recorrer en una sola jornada 85 kilómetros, para sortear con visados que ya había gestionado desde España las fronteras de los países. En Irán llegó el primer susto que casi da al traste con su sueño. "Me hacía selfies cada vez que llegaba a un país y eso fue lo que estaba haciendo en Irán cuando me vi rodeado por un grupo de militares que pensaron que era un espía", relata convencido de que al final todo se solucionó porque ni los militares hablaban español ni él farsi, así que tras media hora de ininteligible charla, pudo continuar el viaje que comenzó con 3.000 euros y en el que invirtió al final unos 25.000. "Todo ese dinero eran donativos y colaboraciones de personas que apoyaron este reto".

Lo más caro de la aventura fueron los aviones y barcos que tuvo que coger para cambiar de continente. "Con 3.000 euros no llegas muy lejos, pero lo cierto es que caminar es gratis, dormir en una pequeña tienda de campaña, también y para comer uno se adapta sin lujos a lo que hay en cada país", prosigue entusiasmado antes de rememorar los inquietantes sonidos de sus noches en bosques y desiertos. "En Australia escuchaba a los dingos aullar en medio de la nada y he dormido rodeado de osos en los bosques por los que he transitado".

La cara menos amable de esta aventura la encontró al llegar a Centroamérica. En El Salvador le asaltaron miembros de las peligrosísimas maras y tuvo que continuar su viaje escoltado por policías de la Embajada española y en México le abordaron tres tipos con machetes. Milagrosamente logró escapar de las dos emboscadas pero en Lima le atracaron y le dejaron sin sus pertenencias más valiosas, la cámara de fotos y hasta el teléfono móvil, aunque no se atrevieron a quitarle el carrito. "Supongo que pensaron que llevaba un bebé en él", concluye al tiempo que asegura sentirse tocado por "una especie de varita mágica" que le ha protegido en esta gesta.

"Antes de realizar este viaje me consideraba agnóstico, pero ahora creo firmemente que existe algo que no podemos explicar con la ciencia y que podemos llamar energía, karma o dios", argumenta tras agradecer tanta hospitalidad encontrada durante esta larga travesía. "He dormido en casas, en comisarías de policía y hasta en cuarteles del ejército", recuerda este enamorado de la naturaleza al que aún le emocionan el silencio de los desiertos, la luminosidad de los cielos estrellados de Atacama o los árboles llenos de luciérnagas verdes de las selvas de Ecuador.

La lección más importante recibida por Nacho Dean es haber aprendido a convivir con la soledad a la que se enfrentó con aplomo e imaginación para evitar volverse loco. "En Australia me pasé casi tres meses sin hablar con nadie. Cantaba, hablaba en voz alta o interpretaba papeles de películas para cubrir ese vacío atronador que producen los días en silencio", reconoce. Y fue en Australia donde el carrito tomó vida y se convirtió en "Jimmy Águila libre", el compañero con el que visitó un planeta "bastante pequeño" y maltratado que reclama a gritos planes de protección realistas que garanticen su conservación sin olvidar el derecho al desarrollo armonioso de las poblaciones más castigadas del planeta.