No había ninguna necesidad. Ninguna. Campanella hizo una adaptación ejemplar de la gran novela de Eduardo Sacheri hace cuatro días como quien dice. Pero hay gente en Hollywood que no es feliz sino se dedica a destrozar lo que otros hicieron, como esos niños que se divierten rompiendo los juguetes ajenos. Lo más sorprendente es que el propio Campanella figure como productor ejecutivo. ¿Mero formulismo o realmente se implicó en este desafortunado proyecto?

Lo primero que se decidió en los despachos fue, como no podía ser de otra forma, buscar un reparto de estrellas. Se eligió a una Julia Roberts en plena fase de demolición de su anterior imagen (aquí, como en "Agosto", está maquillada para que parezca que no está maquillada) y sobre sus espaldas recae el nada desdeñable peso de fundir dos personajes del original en uno. Nada que objetar a su trabajo: es una buena actriz y cumple sobradamente. Peor lo tiene Nicole Kidman heredando el papel de la gran Soledad Villamil pero más preocupada aquí por lucir guapa y que no se noten sus retoques que por construir un personaje creíble. Si a eso le añadimos el hecho absurdo de que la importantísima historia de amor maltrecho que había en la cinta madre con el protagonista queda aquí reducida a migajas (¿se cortaron al final porque los pobres amantes platónicos son de distinto color?) y que entre ella y Ejiofor (había que aprovechar el tirón de 12 años de esclavitud) no hay el menor indicio de química nos encontramos con un producto que nace ya con los planos atados a la espalda. Hay otros cambios que ponen piedras en el camino, como convertir el fundamental trasfondo de los crímenes de la dictadura argentina en la cinta de Campanella en una confusa e insustancial trama sobre los peligros terroristas tras el 11-S desarrollada como si se tratara de un capítulo cualquiera de una serie de segunda categoría. Pero lo peor, con todo, no está en esos errores de producción y guión sino en algo que salta a la vista desde los primeros momentos: "El secreto de sus ojos" eran tan buena porque estaba bien escrita y dirigida e interpretada. Pero lo que hacía especial e inolvidable era que rezumaba vida por los cuatro costados, su dolor era contagioso, las miradas lo expresaban todo y más, los diñalogos tenían gracia o supuraban rabia y pena, las motivaciones de los personajes estaban desarrolladas con acierto y los personajes secundarios, unas veces para la sonrisa y otras para la lágrima, eran imprescindibles. Es un sarcasmo, por no decir una insolencia, que el director Billy Ray intente copiar aquí el famoso plano secuencia del estadio de fútbol, y que le salga un churro que produce vergüenza ajena.