En "Altamira" todo suena a telefilme británico, pero no. Porque no son iguales los telefilmes británicos, españoles, chinos o estadounidense. Aquí, asumiendo que lo sea también "Carros de fuego", probablemente la película más comercial de Hugh Hudson, se trata de contar la historia de Marcelino Sanz de Sautuola (Antonio Banderas) que descubre las cuevas de Altamira a mediados del XIX con su hija pequeña y su lucha contra los poderes establecidos, es decir, la religión, para demostrar que el mundo, como enseñan esos retazos pintados de pre-humanidad, no se creó cuando a Dios se le apeteció que se le apeteciese apetecérsele. Al pensar en el cineasta británico no queda más que añorar esa extraordinaria película, ya olvidada, que se llama "Greystoke" y donde, por una vez y quizá arrastrado por el salvajismo del personaje protagonista, Hudson se desmelenaba y conseguía un filme apasionado, desgarrador, casi único.

No ocurre con "Altamira", que solo consigue un correcto papel divulgador-light de esa labor incansable, eterna, que para sí se guarda la religión: aniquilar, primero; renegar, después; y, finalmente, siglos más tarde, pedir perdón por su error; ante cualquier avance científico que ataque sus creencias. Es interesante esa perspectiva de la película, aún en su inocencia, ya que la pelea de Banderas, tan forzado como en cualquiera de sus películas, se centra ahí. El resto, los conflictos familiares, la ambientación, la dirección o la música de Mark Knopfler no pasan de esas correcciones habituales y chirrían en muchísimos planos. Hay que guardarse de "Altamira" su reivindicación de la ciencia y el recuerdo de que no cuesta nada entender en perspectiva la importancia de ese descubrimiento, fuera de los turisteos, debates políticos o selfies a los que se le asocian en la actualidad.