La modista es una película rara, rara, rara. Tiene puntadas de western (armónica incluida), hilos de terror, botones de comedia estrafalaria, corchetes de intriga y costuras de melodrama. A la directora no se la puede acusar de tener prisa por rodar: debutó en 1991 con la muy interesante La prueba (con un jovencísimo Russell Crowe y Hugo Weaving, que aquí tiene el papel más delirante de todos), luego rodó la sosa Donde reside el amor y pasó a reunir un reparto impresionante (Michelle Pfeiffer, Jessica Lange, Jason Robards, Jennifer Jason Leigh, Keith Carradine, Colin Firth...) en la lacrimógena y muy irritante Heredarás la tierra. Eso fue en 1997. Ahora vuelve con una obra que en nada se parece a su cine anterior, una mescolanza atrevida, a veces deliciosamente traviesa y otras fastidiosamente caprichosa, arropada siempre por la fotografía de un grande como Donald McAlpine que es todo una lección de contrastes: de la belleza al desorden, de lo sombrío a lo luminoso. La directora se cubre las espaldas con un reparto que sabe cómo sacar las castañas del fuego por fatuo que sea éste a veces: Kate Winslet como mujer invadida por el rencor que vuelve a su pueblo para ajustar cuentas pendientes (elegante y zafia también, dura y frágil, mezquina y honesta según sople el viento), Judy Davis como madre medio loca y hecha una piltrafa, Hugo Weaving como hombre de la ley con alma de travesti... Todos perfectos. Incluso Liam Hemsworth está aceptable aunque, no nos engañemos, está ahí sobre todo para la escena más caliente de la película, en la que Winslet le toma las medidas casi desnudo. Lástima que el potaje de géneros, a pesar de tener sabrosos ingredientes, no acabe de cuajar y que haya un desequilibrio evidente entre las intenciones de un guión que pide a gritos un grado imaginativo de locura que la directora no quiere o no sabe gobernar.