A veces una película llega precedida de tal aureola de negatividad que entran ganas de ponerse piadosos para intentar ver en ella algo que la salve de la quema, un resquicio por el que pueda colarse un elogio razonado y razonable. Por desgracia, no es éste el caso. "Grace de Mónaco" nació con los peores presagios y llega a los cines con las peores expectativas confirmadas. Ni el meritorio esfuerzo de Nicole Kidman por sacar adelante su personaje, ni el incuestionable esfuerzo de producción ni el interés evidente de los personajes son mimbres suficientes para hacer un cesto por el que no se escapen a borbotones las muchas posibilidades de la historia. El director llegó a decir en plena vorágine de desencuentros con los que le dieron el dinero que la versión que le querían imponer era un desastre. Es difícil que fuera peor que la que él defiende a capa y espada. Y en este descarrilamiento generalizado, el temible productor Harvey Weinstein es uno de los primeros damnificados, no sólo porque el éxito de taquilla es bastante improbable, sino porque su intento de repetir una jugada de cara a los "Óscar" como la que le salió con El discurso del rey o Shakespeare in love (personajes célebres vistos en la más estricta intimidad) se ha evaporado.

Grace Kelly hizo poco antes de cambiar el plató de Hollywood por el de Mónaco un rancio melodrama, El cisne, en el que, al final, elegía la falsa vida en palacio a la vida real con sentimientos reales. Grace de Mónaco viene a plantear el mismo dilema: una mujer aún joven y bella es tentada para regresar al mundo del cine, pero, al final, su sentido de la responsabilidad la encadenará a otro tipo de existencia que la obligará igualmente a fingir y aceptar o acatar un papel de objeto decorativo, madre abnegada, esposa mansa y, gracias a los tejemanejes de un guión tramposo como él solo, patriota monegasca capaz de camelar al mismísimo De Gaulle, con el que no pudo ni Hitler. Hay en "Grace de Mónaco" una sensación permanente de retoque excesivo, de glamour pasteurizado, de belleza engolada y sentimentalidad de celofán, especialmente en un desenlace un tanto sonrojante. Empeñado en acercarse a su protagonista lo más posible como si eso le sirviera para que las emociones irrumpieran en escena, el director convierte los primeros planos en una forma molestísima de achatar estéticamente la pantalla y quitarle toda la fuerza a un recurso visual que, en casos de abuso, logra lo contrario de lo que se pretende con él. Con errores de casting tan notables como Tim Roth y un guión cosido con alfileres y escasamente crítico (¿por qué a la familia Grimaldi le molesta tanto esta glorificación de su princesa?), la película sólo remonta el vuelo en la escena del "ensayo" de Kidman. Parece sacada de otra película.