"Jesucristo fue bautizado en el río Jordán, San Pedro y San Juan lo tuvieron pola man; ansi destos males se jafan pola gracia de Deus e de la Virgen María, Pater nostrer y Ave María". Esta oración sui géneris, destinada según su testimonio a curar a uno de sus pacientes, fue la única autoinculpación que Ana de Castro admitió en el primero de los procesos a que fue sometida por el Tribunal de la Inquisición que la declaró "hechicera, embustera y adivinadora" y la condenó, el 14 de octubre de 1626, a "salir vestida con hábito de penitente de media aspa, a un auto de fe donde se le lea la sentencia consistente en doscientos azotes y destierro del coto de Armenteira y de Santiago durante seis años". Así lo cuenta Anxos Sumai en "Meigas: as antigas custodias damenciña popular" (culturagalega.org). Pero las desgracias de Ana de Castro no acabarían ahí.
El 6 de diciembre del citado año, Ana de Castro fue obligada a pasearse por las calles de Santiago a lomos de un burro; mientras recorría la ciudad, la azotaron, la insultaron, le escupieron...y, 25 años después, en 1651, el inquisidor Juan Rojo, de visita en Pontevedra, donde en aquella altura residía una Ana que se había casado con un tal Benito de Graña, ordenó reabrir su caso devolviéndola a las temibles cárceles del Tribunal, expropiándole todas sus propiedades, propinándole otros doscientos azotes y obligándola a marcharse de Galicia. Es la última noticia que se tiene de esta mujer nacida en Armenteira (Meis) contra quien declararon veinte vecinos, acusándola de hechos ("tratos con el demonio"), jamás comprobados.
María Soliño
Tal vez en ello tenga mucho que ver el poema que le dedicó Celso Emilio Ferreiro ("Ai, que soliña quedaches/ María Soliña...") pero la canguesa María Soliño (la literatura feminizó su apellido) es probablemente la "meiga" más mitificada de Galicia, una mujer cuya vicisitud ha sido llevada, recreada y aún diríamos que "inventada" en el teatro y en el cine. También en su fama han repercutido los acontecimientos históricos que rodearon su causa, pues su proceso tuvo como marco la invasión de una flota turca en las costas de O Morrazo y Vigo datada en el año 1617. Paradójicamente, la biógrafa Encarna Otero Cepeda, en el Álbum de Mulleres, reconoce que su caso no aparece reflejado en ningún archivo notarial ni de la Inquisición, y que los escasos datos que se conocen proceden del "Memorial al Rei", enviado en 1617 por Jerónimo Núñez, procurador de Cangas. Basándose en esa fuente, Encarna Otero escribe que "María Soliña, junto con otras compañeras, fue encarcelada y torturada; sus bienes fueron confiscados por el Santo Oficio y ella condenada por brujería. Pero lo cierto es que nunca fue quemada viva" sino que "la locura, el hambre y la miseria fueron las que acabaron con su vida". A partir de ahí, todo son especulaciones, unas más contrastadas que otras, si bien ha cundido la idea de que, en realidad, María Soliño debería ocupar en la historia un lugar similar a María Pita, la heroína coruñesa, por el liderazgo que ejerció frente a los piratas turcos. Claro que, si así fuese, ¿quién podría tener interés en acusarla de brujería?
De Cangas era también "A Mangallona", llamada así por su corpulencia, que hoy en día da nombre a la casa-museo del pintor Camilo Camaño. De ella se ha llegado a afirmar que seguía apareciéndose a los vecinos tras su muerte y que era la líder de los aquelarres que se celebraban, por la misma época en que vivió María Soliño, en la actual parroquia de Coiro, aunque más bien deberíamos ceñirnos a la que verdaderamente era su vocación: curandera. Lo cierto es que, hasta que el mencionado Camaño se decidió a rehabilitar la antigua vivienda de "A Mangallona" , y de esto hace solo unos 30 años, muy pocos osaban tocar el territorio de la meiga-fantasma.
Mayor cantidad de datos probados son los que Anxos Sumai dispone de Lucía Fidalgo, hija de madre soltera y nacida en la aldea lucense de San Martiño de Denlle. Tras el fallecimiento de su madre, Lucía sobrevivió dedicándose, a la vez, a la prostitución y a pedir limosna por las casas. Sería precisamente una persona que le dio limosna, refiere Anxos Sumai, quien denunciaría a Lucía echándole la culpa de haberle "botado o mal de ollo" a ocho crías de cerdo. Ante el juez seglar, asustada, Lucía Fidalgo llegó a decir que su madre, cuando era un bebé, la había vendido al diablo. Salió en libertad bajo la promesa de deshacer el hechizo contra los cerditos y porque, a sus 26 de edad y pobre de solemnidad, hasta el mismísimo, y ya citado inquisidor Juan Rojo, se apiadó de la joven.
Pero, al igual que ocurrió con Ana de Castro, el Santo Oficio no se olvidó de ella: cuatro años después, el 1 de mayo de 1650, ingresa de nuevo en las cárceles del Tribunal en Compostela: "Fue tal la cantidad de desatinos que llegó a confesar -refiere Anxos Sumai- que hasta los propios jueces inquisidores suspendieron la monición, creyendo que estaba sin juicio...porque no decía cosa con cosa". Y tal que a María Soliño, las torturas volvieron loca a una Lucía Fidalgo que se libró de la ejecución en la hoguera, a la que en principio había sido condenada, por una sentencia consistente en doscientos azotes y destierro.
Quien no se libró de la hoguera fue María Rodrigues, nacida en la localizad portuguesa de Ponte da Lima pero que, tras ser acusada de brujería, en 1577 sería entregada por el arzobispado de Braga al obispado de Tui, desde el cual se la envió para ser juzgada en Santiago, a donde llegó, apunta Anxos Sumai, "mutilada y agotada". Durante las torturas, consumida por el dolor, María llegó a confesar que no solo conocía al diablo, sino que había mantenido relaciones sexuales con él, que le había entregado su cuerpo y su espíritu, que era su esclava y que era él, o sea, el demonio, quien la trasladaba por el aire de un lugar a otro. Esas "confesiones" propiciaron, en principio, su liberación, pero dos años después, cuando contaba 38 de edad, María sería acusada de reincidente: murió consumida por las llamas en la actual Praza de Cervantes de Santiago el 30 de noviembre de 1579.