Ara Malikian compuso en el sótano de un edificio de Beirut los primeros acordes de la banda sonora de su vida. La armonía del violín, la imponente voz de su padre y el estruendo de las bombas dictaban el ritmo de un niño de la diáspora armenia que nació en la capital libanesa en 1968 y que hoy se ríe de los puristas que constriñen la música clásica. La carcajada le sale del corazón, con la autoridad que le da el que el violonchelista Rostropóvich le reconociese poco antes de morir como el mejor violinista del mundo de su generación. La banda sonora de Malikian se escribe desde 1998 en el barrio madrileño de Malasaña. El intérprete revisa con humor e ironía los momentos cumbre de la música clásica en "Pagagnini", un espectáculo casi circense con el que logró un gran éxito en otros puntos de España y que desde hoy se representa en Madrid.

-¿A qué sonaba su infancia?

-No se crea que eran sonidos muy buenos. Sonaban, sobre todo, los estallidos de las bombas de la guerra civil libanesa y la voz de mi padre pidiéndome que tocase otra vez. Me hacía tocar el violín hasta que me saltaban las lágrimas. Era una persona muy exigente.

-¡Vaya, lo siento!

-¡No, no! Estoy muy agradecido a mi padre. Soy todo lo que soy gracias a él, pero cuando era niño, además de tocar el violín, quería salir a la calle a jugar con los otros niños. Si yo tuviese hijos dudo de que fuese capaz de obligarles a hacer nada. Hoy, insisto, estoy encantado de que mi padre me haya llevado casi al límite.

-Seguro que él está también muy orgulloso de usted.

-Sí. Se murió hace poco más de un mes. Estaba muy enfermo, así que fue un alivio.

-¡Vaya, lo siento otra vez!

-¡Qué va! La muerte le liberó del sufrimiento.

-¿Se liberó de la presión de su padre al marchar con una beca a Hannover con tan solo 15 años?

-Llegué a Alemania solo y me di cuenta de que mi futuro ya dependía únicamente de mí. Yo era el responsable de practicar o no. En esa época aprendí a ser una persona. Era un niño que no hablaba alemán ni sabía comportarme. He tenido mucha suerte porque pudo haberme pasado cualquier cosa pero el violín me centró.

-¿Quiere decir que le alejó de las tentaciones?

-Exactamente. Ha habido muchas tentaciones poco recomendables a lo largo de mi vida.

-Me imagino que hablamos de drogas, ¿nunca ha sucumbido a esos cantos de sirena?

-¡Claro que he sucumbido! Pero tenía muy interiorizada cuál era mi responsabilidad y entre las tentaciones y el violín acabó siempre ganando el violín. He visto el lado oscuro de la vida. Me parece muy divertido hasta que te caes y recapacitas. Logré esquivar ese camino que aún recuerdo con cariño.

-¿Qué le decía el violín en esos momentos de debilidad?

-Aún no me ha dado por hablar con mis violines, no los he humanizado ni les he puesto nombre. Les tengo mucho cariño, pero no dejan de ser trozos de madera que suenan. Tengo un violín de más de 300 años, así que nunca digo que es mi violín sino que yo soy su violinista.

-¿Qué pasó para que dejase Alemania y llegase en Madrid?

-Después de Alemania estuve en Inglaterra y en Francia. A España llegué por casualidad.

-¿Por casualidad?

-Sí. Se rompió la relación que mantenía con una pareja en Inglaterra y se me quemó el piso que tenía en Alemania, así que en el verano de 1998 decidí dar un cambio radical a mi vida y me vine a España. Ya llevo 15 años en Madrid y estoy encantado. Al poco tiempo de llegar me dieron una de las dos plazas de concertino de la Orquesta Sinfónica de Madrid (OSM).

-¿Un treintañero con melena y pulseras de cuero de concertino de la OSM?

-Sí. Fue un shock para los que me vieron llegar. Al principio, durante cinco meses, la orquesta me rechazó por completo por mi físico y por mi manera de ser. La verdad es que les entiendo y no les guardo rencor. Después del primer susto, me trataron fenomenal. La verdad es que al concertino de una orquesta se le presupone cierto divismo y total seriedad. Yo soy el anticoncertino por excelencia.

-Pero a pesar de ello estuvo siete años en la OSM.

-Sí y fue maravilloso. En esa época fue cuando tuve la gran suerte de poder actuar con Mstislav Rostropóvich.

-Quien por cierto dijo que usted es sin duda el mejor violinista de su generación.

-Rostropóvich fue muy generoso. Actué con él por otra casualidad. El concertino que tenía que tocar se puso enfermo y le suplí. Le caí bien y dijo eso de mí. A lo mejor le parecí además algo extraño. Él era muy especial.

-Especial y muy amigo de la Reina, ¿conoce usted a doña Sofía?

-Nunca he hablado con ella. Sé que es una enamorada de la música clásica pero nunca me ha llamado la atención el relacionarme con la gente importante. No me gusta hacer la pelota. Solo hago la pelota a mis amigos. Paso de mecenas, programadores o gente importante.

-¿Por eso rompió con la Warner?

-Estar en una discográfica no sirve para nada y anula tu imaginación. He grabado más de 30 discos, pero esas grabaciones no tienen hoy tanta importancia como, a lo mejor, subir una actuación a You Tube.

-Así que la piratería no es algo que le importe.

-Yo no vivo de vender discos, sino de estar encima de un escenario.

-¿Hay mucha pedantería en el mundo de la música clásica?

-Por desgracia hay mucha pedantería y sabiduría falsa en la música clásica. Me revienta esa pedantería de los puristas. Hace mucho daño porque para disfrutar de la música clásica no hay que ser un entendido. Yo me salí de todo ese circuito de ampulosidad para seguir tocando música clásica y dársela a la gente. La música es para disfrutar, para que el público se emocione, no para los músicos. La música clásica no es tan rígida como nos han querido vender esos puristas.

-Para usted es tan moldeable que la combina con todo tipo de acrobacias.

-Pero no soy un acróbata. ¡Ya me gustaría! Salto y hago piruetas porque me lo pide el cuerpo. El día que vi que era capaz de moverme y de tocar el violín al mismo tiempo fue una liberación que me cambió la vida. En las academias de música siempre te prohiben moverte.

-Me imagino que con esas piruetas tendrá a los niños comiendo de su mano.

-Los niños son el público más sincero y a la vez el más severo. Si no les gusta lo que escuchan se duermen sin más.

-¿Qué es lo peor de su profesión?

-La vanidad es el peor virus que puede sufrir un artista. Si una persona puede controlar su ego tiene la mitad de su carrera hecha.

-¿Y lo mejor?

-Todo. La música, el escenario y el cariño del público. La música es para mi una droga con la que puedo viajar por todo el mundo.

-¿Y viaja ya con pasaporte español?

-No, aún estoy en ello.

-¡Pero si lleva 15 años en España!

-Me denegaron la nacionalidad española en mayo porque me dijeron que la había solicitado fuera de plazo. Afortunadamente ahora parece que ya cumplo ese plazo y la situación se solucionará. Es más fácil viajar con pasaporte español que con pasaporte libanés.

-¿Con qué va a sorprender en el próximo espectáculo?

-Ahora estoy encantado con la colaboración hecha con una banda de gaitas y estoy preparando un homenaje a la música armenia para conmemorar el centenario del genocidio armenio. Además, durante dos meses estaremos en el Teatro Calderón de Madrid con "Pagagnini".

-¿Y seguirá con su orquesta en el tejado?

-Claro. Son chicos y chicas que tocan de maravilla, jóvenes y frescos que lo mismo interpretan a los clásicos que hacen jazz, rock u otros géneros. En España hay un nivel muy alto en cuerda y la pena es que los mejores se marchen a orquestas de otros países.