Más de una túnica debió de rasgarse cuando hace unos días el superior general de los Jesuitas, Adolfo Nicolás, se reunió con el Papa Francisco y le ofreció "todos los recurso" de la Compañía de Jesús, "dado que en su nueva posición necesitará consejos, ideas y personas". Un estupor profundo habrá sobrecogido los entendimientos bajo argumentos como este: ¿Cómo es posible que la orden religiosa que más se ha rozado con lo secular y con la idea de "Fe y Justicia", que más teólogos tiene en la nómina de los censurados, que más centros teológicos tiene en el punto de mira de algunos obispos (provocando la creación de otros, para eludir los de la Compañía), que más editoriales vigiladas posee, que más progresismo destila, etcétera, etcétera, pueda ofrecer todos sus recursos a un Papa?

Pero la paz habrá retornado a dichas almas al leer este sábado la carta que el Pontífice ha remitido a la Compañía. Los Jesuitas, «fieles al carisma recibido y tras las huellas de los santos de nuestra amada Orden, puedan ser con la acción pastoral, pero sobre todo, con el testimonio de una vida enteramente entregada al servicio de la Iglesia, fermento evangélico en el mundo, buscando infatigablemente la gloria de Dios y el bien de las almas». Fidelidad a San Ignacio y a los santos de la Compañía, es decir, no hay referencia a la reformulación del carisma ignaciano operado por los Jesuitas desde los años sesenta del pasado siglo. Y si bien el Papa emplea las palabras "nuestra amada Orden", la misiva es más bien formularia y fría.

Queremos decir con todo ello que el tarro de las esencias del Pontificado de Francisco está aún por descubrir y las semillas de su hecho de ser jesuita todavía no han aflorado como para descubrir cuál será su relación efectiva con los hijos de San Ignacio. Eso sí, que sepamos no hay en este momento ningún contencioso grave entre la Santa Sede y la Compañía. Son tiempos tranquilos y ese es buen punto de partida.

Por lo demás, la relación Papa-Jesuitas podrá observarse como un termómetro que mida lo que lo podríamos denominar la innovación en la involución que Francisco pueda traer a la Iglesia católica. Una innovación y una involución que son ideas muy matizables, pero que responden al balanceo que se está dando ahora mismo en el orbe cristiano. Veamos: la mayor parte del tradicionalismo sigue mudo y paralizado; los católicos de corte más clásico viven una expectativa intensísima; los nuevos, y los no tan nuevos, movimientos eclesiales observan detenidamente al nuevo Papa; las órdenes religiosas esperan su turno, y, por último y más significativo, afloran los escritos y declaraciones de las generaciones perdidas.

Hablamos de las generaciones perdidas en el postconcilio, aquellas que creyeron en el Vaticano II, y que aun cometiendo errores no entendieron como la Iglesia se enfilaba a la restauración y la involución. No es que esas generaciones estuvieran del todo calladas, pero sí se habían resignado a un exilio interior y a una cierta disidencia mental. Son los cristianos problemáticos, no porque causen excesivos problemas, sino porque han problematizado su fe y su pertenencia a la Iglesia.

Al otro lado de la balanza, los nuevos movimientos, por ejemplo, eran un lugar de certezas más que de interrogantes.

De esta guisa se percibe ahora mismo el catolicismo tan sólo diez días después de la elección de Jorge Mario Bergoglio como Papa Francisco. Era impensable que en tan pocas jornadas, cuando ya se tenían casi todas las respuestas, hayan cambiado tanto las preguntas. Pero, insistimos, la innovación en la involución es todavía una mera fórmula pendiente de verificación o falsación.