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LA ESPUMA DE LAS HORAS

Papá cumple cien años

Orson Welles, genial, divertido, a veces despiadado, otras autocrítico, esbozó una teoría de la decadencia que contrasta con el extraordinario legado de su obra

El cineasta Orson Welles.

Orson Welles solía decir que Lyndon B. Johnson podría haber sido tan buen presidente como Franklin D. Rossevelt si se hubiese presentado a la reelección y la hubiera ganado. Con este último mantuvo unas relaciones que nadie dudaría en considerar amistosas. Al artífice del New Deal le gustaba la compañía de Welles, y Welles se ocupaba de entretenerlo charlando con él en la Casa Blanca hasta horas avanzadas. Roosevelt, como el propio cineasta recuerda en las conversaciones con su colega Henry Jaglom, que acaban de ver la luz en una edición de Peter Biskind, publicada por Anagrama, le decía: "Usted y yo somos los mejores actores de Norteamerica".

Rita Hayworth incluida, el libro de Biskind está lleno de la mejor chismografía del Hollywood de otros tiempos. Algún que otro material inédito y cosas que, aunque ya se sabían, no dejan de resultar curiosas, como es el hecho de que Mussolini y Hitler hubieran decidido adoptar el saludo fascista sugestionados por los grandes movimientos de masas de las películas sobre la antigua Roma de Cecil B. DeMille. El cesarismo de los dictadores de entonces no lo inspiró la Antigüedad sino los espectáculos de Hollywood basados en ella. O que Napoleón se acostumbró a meter la mano debajo de la casaca debido al consejo de un actor de la época que le reprochó hacer demasiados aspavientos con las manos mientras hablaba. Eso sí, según Welles, a l que jamás le importó mantener una polémica abierta con los historiadores, la sugerencia se produjo durante la etapa del Directorio cuando aún era posible hablarle al corso con cierto descaro.

Pero además de las curiosidades que encierran, las conversaciones con Jaglom ayudan a conocer la personalidad deslumbrante de Welles que entra en todas la materias, políticas, culturales, mundanas, literarias, y de todas ellas sale airoso aportando matices brutalmente sinceros y desinhibidos, sumamente inteligentes y divertidos. Si lo quieren de otra manera, el colmo de la incorrección política.

Welles era un hombre de grandes conocimientos que empezó a sentirse algo decaído cuando, forzado por las circunstancias, tuvo que dedicarse a los spots comerciales. Lo comercial era, para él, sinónimo de banalidad. Suya es una de las mejores frases sobre la decadencia: "Empecé por arriba y me abrí camino hacia abajo".

Pero se equivocaba con respecto a sí mismo. Cuando murió, en 1985, a los 70 años, su productividad había resultado tan ingente y prodigiosa en tantas áreas, su temperamento tan exorbitante, que parecía una parte irremplazable del paisaje. Su grandeza jamás se vio arrumbada. Otros grandes cineastas malditos del pasado siglo, Abel Gance y DW Griffith, por ejemplo, desaparecieron en medio del silencio y el olvido. Eisenstein, simplemente, murió joven.

Sin embargo, el abundante legado de Welles está ahí para hacernos olvidar su sentida expresión de la decadencia. Ocupa gran espacio. En él figuran, Ciudano Kane (1941), Campanadas a medianoche (1965), y, al menos, un par de películas más, extraordinarias. Otras se sitúan en un segundo plano que para sí quisieran algunos. Revolucionó la radio, sus producciones teatrales no tuvieron rival por la audacia y la innovación que representaban en aquel tiempo, y las actuaciones en las películas que interpretó para otros han contribuido a lo mejor del séptimo arte, como son los casos de El tercer hombre (1949) y Compulsión (1959). O novelas que todavía da gusto releer como Mr. Arkadin, reeditada recientemente.

El tiempo opera con una capacidad asombrosa para ofrecer perspectivas cambiantes, pero sobre Welles debería proyectarse un resplandor perpetuo. Cien años después de su nacimiento y a treinta de su muerte, admitir que se puede tratar de alguien reemplazable resulta imposible.

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