El ojo de Jimmy Breslin (1930) para los detalles ha hecho de él una leyenda del periodismo. El veterano columnista del New York Daily supo entender desde el principio de su carrera que las buenas historias no siempre aguardan en la superficie y que en ocasiones hay que excavar para encontrarlas. Excavar fue precisamente lo que hizo el protagonista de uno de sus mejores artículos, el sepulturero Clifton Pollard, el domingo 24 de noviembre de 1963 cuando recibió el encargo de remover la tierra del Cementerio Nacional de Arlington para la tumba de John F. Kennedy, el presidente de Estados Unidos asesinado dos días antes en Dallas.

Pollard tenía entonces 42 años. Era, como contó Breslin, un hombre delgado, con bigote, nacido en Pittsburgh, que había cumplido su servicio como soldado en Birmania durante la Segunda Guerra Mundial. Este obrero, uno de los últimos en atender a John Fitzgerald Kennedy, el presidente número 35, cobraba 3,01 dólares la hora y repetía que cavar su tumba era para él un honor. Cuando se ofició el funeral y el pequeño John-John dio un paso al frente para situarse delante del féretro de su padre, Pollard no se hallaba allí, sino cavando tumbas en otra sección del cementerio, sin saber a quiénes pertenecían. Sí, en cambio, sabía que la tierra que había removido el domingo durante su día descanso era para enterrar al presidente tiroteado en Texas, "un buen hombre". Pollard esperó a que terminase todo y se acercó hasta allí para repetir una vez más que para él había sido un honor.

Breslin, tras una etapa inicial de cronista deportivo, escribió su primera columna como periodista free lance para el New York Herald Tribune precisamente en la primavera de 1963. Al contrario de Tom Wolfe, que se ocupó de retratar la fauna más esnob del uptown, Breslin halló la inspiración en la gente de la clase obrera con salarios miserables, los corredores de apuestas, los granujas y los delincuentes de poca monta. Para él todos los individuos tenían algo que contar y lo único que necesitaban era alguien que les escuchase y escribiese sus historias. La de Pollard es un ejemplo de cómo se puede saltar desde el penúltimo escalón al primer plano.

Hace tres años, Breslin estableció una relación entre el presente y el pasado más trágico de Estados Unidos al comparar la estrategia desestabilizadora del Tea Party con la locura racista de Sirhan Sirhan, el asesino de Robert Kennedy. "El Tea Party" -dijo- "es un elemento peligroso a punto de convertir el país en otra caldera hirviente de la violencia". Dallas, 1963, libro publicado de Bill Minutaglio y Steven L. Davis, no le habrá permitido arrepentirse de sus palabras. En sus páginas se muestra lo coagulada que se encontraba la sociedad texana por la derecha extrema en el momento de la visita de JFK a la ciudad. Los autores sitúan a la John Birch Society como precedente de los teapartiers actuales. Esta fue fundada a finales de los cincuenta en Indianápolis por Robert W. Welch, hombre de negocios y activista político, durante el período histórico Peligro Rojo. Esgrimía postulados derechistas radicales, posición vigilante ante el comunismo, defensa a ultranza del gobierno limitado y tenía el libertarismo económico norteamericano como bandera. Igual que sucede ahora con el Tea Party se arrogaba el legado de los padres de la patria, Washington y Jefferson, y tuvo un papel decisivo en la elección del ultraconservador Barry Goldwater como candidato republicano en 1964. Su paranoia era identificable con la de la organización que en la actualidad sigue sus pasos. Entre los más destacados birchers se encontraban el general Edwin A. Walker, un militar de extrema derecha, racista, que había dejado el Ejército en protesta por la política exterior y de derechos civiles de Kennedy, y los senadores Thurmond y Tower. Todos sostenían que la conspiración comunista había alcanzado su apogeo con Eisenhower y JFK.

Medicare entonces, como Obamacare ahora, era el mal fundamental de la nación. Un editorial del Dallas Morning News, editado por Ted Dealey, otro simpatizante bircher, mantenía que el apoyo de Kennedy al programa médico social sonaba sospechosamente parecido a un editorial en su favor publicado por "Worker", órgano oficial del Partido Comunista de Estados Unidos. Minutaglio y Davis recuerdan cómo en la radio Haroldson Lafayette Hunt, el magnate petrolero texano, llenaba las ondas con decenas de ataques contra Medicare, alegando que traería consigo una estela de muerte. El inquilino de la Casa Blanca, decían, se convertiría en una especie de zar médico con poder sobre la vida y la muerte de cada americano, hombre, mujer y niño. Muchos en Estados Unidos se habrán acordado al leerlo de Ted Cruz, senador por Texas y la figura más combativa del Tea Party en contra del sistema sanitario de Obama.

Hace hoy 50 años, la ciudad que visitaba JFK estaba sembrada de odio. No resulta difícil establecer semejanzas con el presente americano. Breslin y los autores de Dallas, 1963 no andan descaminados.