Agustín García Calvo, José Luis López Aranguren y José María Valverde componen probablemente la última triada capitolina de la intelectualidad española. Se les cita conjuntamente porque los dos primeros fueron represaliados por Franco con la expulsión de su cátedra universitaria, y el tercero se sumó al castigo porque "no hay estética sin ética". Hoy son inimaginables comportamientos similares, inteligencias paralelas. Acaba de desaparecer el último de ellos. García Calvo introduce la anarquía en el lenguaje, pero sólo después de adquirir la perfección en su dominio. Inspira cierto temor escribir de él, incluso con la salvaguarda de la muerte, porque cabe imaginar la demolición sin piedad que efectuaría de este texto. Sus intereses dinamiteros no conocieron límites, y pronto propagó su discusión desde la Palabra a las trampas del Estado o el Mercado.

Anticipa sin duda teóricamente a los indignados del 15-M o del 25-S, si le hubieran leído. No desdeñó la redacción de un himno o la participación en una polémica puntual, con las armas lingüísticas del vencedor. Obligaba a ser leído pausadamente. Vivía en Madrid desde Zamora, amaba el tren y adornaba su vestuario policromático con los abalorios del profesor de Berkeley o del MIT que debió ser. En Estados Unidos aprovechan a cerebros así para crear Apple, aquí se les arrincona como ingeniosos hidalgos. García Calvo era tan sabio que no necesitaba aparentar humildad, y esta profesión me concedió el privilegio de compartir unas cigalas junto a él y su compañera en el restaurante El Caballito de Mar, después de una predicación fulgurante en un ateneo libertario. Aquel día fue Epicuro, pero podría encarnar con igual soltura a cualquier filósofo de la antigüedad. No descansará en paz, era incansable y amaba guerrear.