El modo en que construimos la historia y su relación con el presente están en el centro del trabajo teórico del filósofo Manuel Cruz (Barcelona, 1951), ganador con "Adiós, Historia, adiós" del XVIII Premio internacional de ensayo "Jovellanos". Cruz, catedrático de Filosofía Contemporánea de la Universidad de Barcelona, reflexiona aquí sobre las singularidades de este tiempo dominado por la sensación de fragilidad y pérdida.

–Su despedida de la Historia puede parecerle tardía a quien haya pensado que esta se acabó hace ya más de dos décadas, según proclamaron algunos.

–Mi libro no pretende reeditar, con unas pocas actualizaciones cosméticas, la conocida y sobradamente debatida tesis de Fukuyama acerca del final de la historia. El subtítulo de "Adiós, Historia, adiós" creo que es suficientemente elocuente: "El abandono del pasado en el mundo actual". No sostengo, quede claro, que la historia haya terminado, sino que nosotros la hemos abandonado. El título no podía tener otro sentido, porque si por historia entendemos esa temporalidad intersubjetiva en la que todos estamos inmersos, es obvio que seguimos permaneciendo en ella.

–Estamos inmersos en una coyuntura crítica que resulta fácil pensar que sí es el final de muchas cosas, como un mundo con menos desequilibrios.

–Ciertamente, aunque no es menos cierto que nunca antes el mundo había transmitido una sensación de fragilidad tan profunda como ahora. No creo que se pueda afirmar que el orden material, económico, en el que se sustenta esté mostrando una enorme fortaleza. Quiero recordar que hace apenas cuatro años el recién derrotado Sarkozy hablaba de la necesidad de refundar el capitalismo, y no porque creyera que éste debía ser sustituido por un modelo más igualitario, sino porque se le hacía patente su insostenibilidad.

–El futuro no existe ya como promesa de tiempo mejor, y son muchos los padres convencidos de que sus hijos vivirán peor...

–Una forma distinta de ver la historia ha irrumpido en el siglo XXI con una fuerza enorme. Se daba por descontado que la siguiente generación viviría mejor, que los hijos tendrían más oportunidades, que todos viviríamos más años –esto ya se acaba de interrumpir– y en mejores condiciones. Reemerge, en sectores que creían tenerlo olvidado, aunque quizás estuviera en algún subconsciente colectivo de clase, el miedo a la pobreza, el miedo a la miseria. Y esto es una novedad, que en el siglo XX no se daba.

–Lo que hace años empezó a llamarse pensamiento único ahora se ha transformado en solución única frente a la que no cabe la discrepancia o ante la que toda resistencia tiende a convertirse en algo marginal.

–En todo caso, mi impresión particular es que el pensamiento único nunca existió: de hecho, la expresión misma la acuñaron quienes discrepaban de él y, con su discrepancia, estaban mostrando que en absoluto era único. Yo tiendo a pensar que debería hablarse más bien de pensamientos únicos, en plural, según el ambiente, círculo o sector del que se trate. Esto en internet se ve muy claro: cada cual busca a los suyos, a aquellos con los que coincide, y se dedica en ese foro a ratificarse en sus opiniones. De vez en cuando aparece un discrepante, pero de inmediato es sofocado y expulsado por el resto.

–¿Podemos encontrar algún alivio en la filosofía o solo mayor desasosiego?

–La filosofía genera sus propios efectos vitales, que no siempre son los mismos. No podrían serlo, porque no son iguales las situaciones a las que el ser humano se enfrenta. Habrá ocasiones en las que proporcione alivio y otras en las que proporcione mayor desasosiego. La filosofía a veces muestra el sentido profundo de la vida y el mundo, y otras el sinsentido profundo que también habita en ambos. En todo caso, la filosofía proporciona una experiencia de plenitud que sin ella no es posible. El bobo puede ser feliz, claro. Incluso mucho más feliz que el lúcido; pero ya nos lo dijo Putnam: si nosotros ofreciéramos a la gente la posibilidad de tomar la pastilla A, cuyo efecto es el de hacernos sentir bien, relajados y felices, aunque sin enterarnos de la verdad de lo que sucede dentro y fuera de nosotros, y la pastilla B, que nos garantizara tener una clara conciencia de todo, aunque en ocasiones fuera dolorosa, la inmensa mayoría de la gente preferiría la pastilla B.

–¿La resignación que se ha adueñado de la sociedad tiene algún componente estoico o solo es una forma de acomodarse ante la desventura?

–Me gustaría poder inclinarme por la primera opción, en la medida en que ello implicaría haber alcanzado una cierta sabiduría existencial, pero mucho me temo que los ciudadanos no han tenido ocasión de transformar de manera reflexiva y consciente las ideas que mantenían en las épocas de una cierta bonanza en todos los ámbitos a las que ahora se necesitan.

–¿Un anacronismo como la Monarquía se sustenta sobre algo más que la propia historia?

–Si analizamos la Monarquía históricamente, lo que creo que se nos aparece con toda claridad es que bajo su forma tradicional, esto es, la del soberano absoluto, carece del menor sentido hoy. Lo que ocurre es que las monarquías europeas de hoy constituyen un peculiar mixtura en la que el monarca carece de todo poder ejecutivo, y viene obligado, no ya solo a coexistir, sino a subordinarse a unos poderes democráticos. A partir de ahí, podríamos deslizarnos hacia consideraciones más o menos generalistas acerca de la función que pueden cumplir las monarquías en el mundo de hoy, o derivar hacia una reflexión más particular respecto al papel que ha cumplido en España. Si es de utilidad o un estorbo. Hoy es más que probable que el principal desafío con el que el futuro rey tenga que medirse sea con el reto de una nación que parece no tener claro ni su propia realidad en tanto que tal, esto es, con unos ciudadanos que ni parecen tener claro si quieren vivir juntos o no.