Cuentan en su casa que si acompañas a Enrique Suárez por el cementerio parroquial comprobarás que no hay fallecido cuya filiación y las razones de su muerte no conozca, y no es extraño: ha llegado a atender cuatro generaciones del barrio. "Al 80 por ciento de los niños fallecidos en el río Orbigo los atendía yo", dice. Ese barrio en el que nació en 1931, que dejó para vivir en el centro de Vigo ocho años con un padre constructor de obras emblemáticas de la ciudad, y al que volvió en 1940, una vez acabada la guerra. Desde los 8 años lo habita, por tanto, y a los 29 abrió allí una consulta que todo el mundo conoce. Entonces Lavadores tenía un alto componente rural pero este médico ya de niño fue un amante de la naturaleza que en la finca de sus acomodados padres, Miranaia, se dedicaba a las plantas, dar de comer a los animales, ordeñar...

Vida universitaria. "Viví la Universidad de Santiago entre 1948 y 1958, cuando Medicina se estudiaba en el Hostal-Hospital de los Reyes Católicos. La verdad es que éramos ajenos a la política, al menos la gente entre la que me desenvolvía. Recuerdo que Teijeiro Rois, luego conocido médico en Vigo por sus trabajos en el ámbito de la desintoxicación de drogadictos, nos hizo ensayar el himno gallego para cantarlo en nuestro viaje de fin de carrera en París. Mi vida de universitario era un poco como esa que aparece en la película La Casa de la Troya: Escapábamos de la residencia por la noche saltando por las ventanas, íbamos a dar serenatas... Frecuentábamos bares como "El Patio" o "el Submarino" y recuerdo que comía en un sitio que nos daban de tapa una nécora o un cigarro rubio".

Novios de antes. "Cuando empecé a trabajar ya era novio de Manolita, que luego sería mi mujer, la única de mi vida. Pasé años fuera, la especialidad en Madrid y, como los teléfonos tenían siempre demora de horas, nos escribíamos todos los días; ella contaba de Lavadores y yo de la Universidad. Por ahí guardamos las cartas de tantos días. Tenga en cuenta que era un tiempo en que para dar un beso había que llevar los papeles bajo el brazo. Si te veían poner un brazo en el hombro de una mujer, te podían llamar la atención en la misma calle. No estaba bien visto que una pareja buscar rincones para su intimidad, por si pecaban. A ver cómo entienden esto mis nietos".

Madrid 1958-60. "Me fui a Madrid a especializarme con Augusto Granados, al Hospital General de Beneficencia del Estado. No sólo me enseñó medicina sino a ser un buen médico: Su máxima era que el ejercicio de la medicina no sólo es cuestión de ciencia sino de amor. En aquel hospital aprendíamos mucho porque llegaban enfermos de aquella España miserable con todas las enfermedades y nos sobraban cadáveres para hacer autopsias. Esos dos años que pasé allí fueron solo de trabajo, no tenía otra vida salvo pasear hasta el Museo del Prado y extasiarme ante El Descendimiento de la Cruz, de Van der Weyden, y El jardín de las delicias, del Bosco".

Vuelta a Lavadores. "Cuando abrí mi consulta en el 91 de Ramón Nieto, en el barrio había muchísima gente con poco o nada que no se daba de alta en la Seguridad Social y cuando se ponían enfermos no tenían dinero para médico ni para medicinas porque los pobres malvivían con lo justo. La miseria era enorme. A mí me tocó toda esta gente, payos o gitanos, en un amplio radio que incluía mucho rural y montes de los alrededores. Las visitas a los enfermos en lugares perdidos entre la vegetación eran el pan de cada día. Una vez llegué a una casa desgañitado, con la corbata en el bolsillo y el pobre "doente", aún sin aliento, me dice: "¡Ay don Enrique, qué mal está la medicina que non ten vostede para corbata..." Fueron años de mucho trabajo porque desde la mañana a la noche había colas en mi consulta y eso tenía que compaginarlo con la visita diaria a los enfermos. ¡Cuántas noches sin pegar ojo! Recuerdo que cuando desfallecía de cansancio le confesaba a mi mujer que no tenía fuerzas pero, si llamaba alguien, ella me decía: "Si te llaman es porque no está tranquilo". E incluso me acompañaba ella a veces a los domicilios, en medio de la noche.

Morir en vida. "Aquella medicina era más personal, es cierto, pero a la gente se la comían las enfermedades. Y en tu memoria siempre quedan hechos luctuosos que te han hecho llorar, como aquella adolescente de 16 años abrazada a mí que me decía: ´Don Enrique, usted me ha curado desde que nací, por favor, no me deje morir...´ Yo también supe de mi propio duelo porque se corrió la voz por error en todo Lavadores de que había muerto y mucha gente venía llorando a dar el pésame a mi mujer o llamaba: ¿Falo coa casa do difunto don Enrique? decían. Yo a alguno le contesté que sí, y que estaba hablando con él de cuerpo presente.