Rafael Úbeda se ha pasado la vida agudizando el ingenio, como en aquella ocasión que logró hablar con Isaac Fraga disfrazado de ejecutivo con un traje y unos zapatos prestados. A mediados de los años 50 del pasado siglo, Fraga (el dueño entonces del Teatro Fraga y otros 35 más en España) centralizaba sus operaciones en Madrid y un día se encontró a un joven Úbeda recién llegado de Galicia. El pintor estaba ansioso por trabajar. El señor Fraga, en la primera entrevista, le ofreció un billete de 25 pesetas, una sonrisa y un "vuelva usted en 15 días". El artista declinó lo primero y obedeció en lo último.

A las dos semanas, Rafael Úbeda regresó con una escenografía para una obra de Mihura, Isaac Fraga accedió a verla, le gustó y le ofreció un puesto de ayudante de pintor. En el trabajo, duró "un mes. Nunca conseguí que me dejaran dar una pincelada. Sólo llevé calderos y removía la pintura", recuerda el pintor que años después formaría parte del prestigioso grupo internacional de grabadores Zebra; realizaría trabajos y exposiciones en Italia, Israel, España o Estados Unidos. La última, una antológica "desde sus raíces" en el Centro Social Caixanova de Pontevedra.

Con un poco de dinero de aquí y otros trabajos de allá, Úbeda logró costearse y finalizar los estudios en la Real Academia de Bellas Artes de San Fernando, donde aprendió la perfección en el trazo realista que poco a poco fue salpicando de influencias cubistas y expresionistas.

El paso fue paulatino. "Me interesé –rememora– por estos movimientos con las visitas a los museos de Centro Europa. Eso me llevó a un continuado y duro trabajo de taller a través del cual he corregido errores para continuar el camino hacia la esencia, lo lejano, lo que me cuesta mucho después de años haciéndolo perfecto porque procedo de una académica disciplina".

El siguiente avance hacia un estilo propio fue la sinestesia ("imagen o sensación subjetiva, propia de un sentido, determinada por otra sensación que afecta a un sentido diferente", señala la Real Academia Española).

"Cuando era pequeño, daba paseos con el musicólogo Agustín Isorna Ríos por Monteporreiro. Él me hablaba de la música en los cantos de los pájaros, en el movimiento de los pinos... Yo no lo entendí nunca hasta que viviendo en Roma entre 1965 y 1969 vi el famoso tramonto (anochecer)", detalla una persona que intenta plasmar en sus cuadros plásticos las sensaciones de melodías musicales sugestivas, de manera que al ver la obra el espectador realmente acuda a un concierto.

La evolución completa se puede comprobar en el libro "Rafael Úbeda, sus raíces sonoras", en el que diversos críticos y artistas escriben sobre él, al tiempo que se muestra una extensa colección de sus obras. Esta antología pictórica muestra las idas y venidas para realizar murales y muestras por el mundo a cargo de un Rafael Úbeda que, durante años, impartió clases en la Facultad de Bellas Artes de Pontevedra. "Yo era el profesor más antiguo. Debo decir que no era el docente más querido entre los compañeros profesores ya que yo me empeñaba en defender el Dibujo como sostén de la futura gran pintura ansiada por todo alumno", pronuncia atrevido.

Mientras silba las palabras, Rafael Úbeda ansía con retornar a su estudio, a trabajar,."Tengo un hermano con hábitos opuestos a los míos. En una ocasión, me dijo: ´Tú no sabes vivir. Podrías levantarte tarde, sentarte a media mañana en la mejor cafetería de la ciudad viendo pasar a la gente, tomar el vermut... ´Yo le respondí: ´A mí, eso no me satisface. Yo soy feliz en el taller. Me gusta el olor del taller", expresa el pintor, que ya se imagina bajo su claraboya de 25 metros cuadrados.