-Para que se haga cargo del tipo de entrevista: ¿son imaginaciones mías o se habla menos de Ferran Adrià desde que usted declaró que estaba desnudo?

-Le pegué una patada a un icono de la cocina, cuya falsa imagen nadie cuestionaba. Nos dedicamos a alimentar a los esnobs, con platos que parecen de Damien Hirst, cargados de formol. Es una lucha a largo plazo, pero la burbuja de la alta cocina ha estallado.

-No advierto en su físico las magulladuras por los golpes de sus colegas.

-En absoluto, soy hijo de casa pobre -nos cambiábamos de acera cuando pasábamos por un restaurante de lujo- y algún golpe ya recibí con Franco. Ahora bien, no calculé el poder mediático del lobby de la cocina molecular y con aditivos. Lo ecológico ha sido presentado como reaccionario.

-¿Qué pensarán en Etiopía de la guerra de grandes chefs?

-Pensarán que si venden su integridad a las industrias agroalimentarias -que están detrás de esta guerra-, en Etiopía las pasarán todavía más putas. Los promotores de los transgénicos aseguraron que acabarían con el hambre del mundo, y no veo que sea así.

-Supongamos que a un gourmet le gustan Can Fabes, en Sant Celoni (Barcelona), y El Bulli.

-Fantástico, porque será un hombre más completo y sin prejuicios. La diversidad es una riqueza.

-Su figura demuestra que come de lo que cocina.

-Y tanto. Soy un enfermo, un obeso, por unas malas prácticas. Soy el médico que fuma y sabe que sus pacientes no han de hacerlo. Mis familiares son gordos, por lo que en mi caso requiere un doble esfuerzo.

-¿Los ricos ya no desean que les vean comiendo caro?

-Yo estoy escondido, a mi restaurante no vienen a dejarse ver. En casa, el menú completo con vino incluido cuesta 180 euros. Es un poco elevado, pero mis homólogos europeos cobran el doble y no me he hecho rico.

-¿Cuántos clientes al año atrae Michelin?

-Muchos, equivale a poner una autopista con una salida que da a tu casa. Un restaurante poco conocido puede doblar la clientela al ganar la primera estrella.

-¿Qué es fundamental en un pa amb oli?

-El pan. Somos lo que sembramos, y hemos refinado demasiado las harinas. Estoy muy contento con el pan de Balears, menos industrial y salado que en Cataluña. Y como los tomates es lo que más ha empeorado en nuestra cocina, prefiero el ‘pa amb oli’ a secas. Tenemos aceites que pueden competir con los mejores de la Toscana.

-Usted es un rojo que no emigró a la cocina, se quedó en ella.

-Soy comunista en cuanto defensor de los intereses de la comunidad, y empleo la provocación para que la gente reaccione. Hablando en Palma ante centenares de restauradores, les pregunté cuántos incluían en sus cartas una tortilla de espárragos. Sólo había uno, nos falta autenticidad.

-¿Qué puede ponerme por 50 euros?

-Muchísimo. Me acabo de implicar en un menú de Tiempos de caza a 39 euros, con dos copas de vino incluidas. No damos solomillo de ciervo, pero sí lomo curado, canelones de pato salvaje y crema de castañas con caldo de faisán. No podemos perder a quienes han acudido a la cocina como un fenómeno cultural.

-Casi el único fenómeno cultural.

-Hemos socializado la restauración. Entre los clientes no hay clasismo, y a nadie le da miedo entrar en un restaurante. Con dinero, todo el mundo se siente importante en la mesa. Se ha cumplido la democratización del placer, el gusto y el sexo que propugnaba Vázquez Montalbán.

-¿Cada cuánto cambia la vajilla y la mantelería de su restaurante?

-Lo hago poco a poco. Tengo muy presente que un plato desgastado o una copa descascarillada son pequeños detalles que denotan dejadez, y te obligan a plantearte cómo funciona el trato humano, que es básico.

-Uno de sus colegas acompaña un plato con un iPod.

-Es un plato de ostras que se llama Sound of sea, y escuchas las olas con el iPod. Pienso que las prótesis cubren carencias de la sensualidad. Para lograr ese efecto, es mejor comer junto al mar.

-¿Y si usted no tuviera razón?

-Esa decisión ya no nos corresponde a nosotros. Los cocineros jóvenes se han refugiado en la cocina molecular y carecen de técnica suficiente para alcanzar la creatividad, que confunden con la extravagancia. Son una generación perdida de veinteañeros, que habrán de reciclarse porque no saben guisar ni preparar un sofrito. Son adictos al ensamblaje y a los efectos ópticos.

-¿Qué menú tendrá la última cena?

-Si yo la eligiera, sería la capacidad de no comer, tener la libertad de decidir si vale la pena ayunar. Tomar conciencia de que de tanto en tanto mereces una purga, y puedes dejar un plato intacto. El poder de escoger.