Abre esa ventana, que quiero ver el mar". Fueron las últimas palabras que dirigió Rosalía de Castro a su hija Alejandra, presente en la habitación. Estaban en Padrón y el mar quedaba a decenas de kilómetros.

El océano es una referencia la muerte como forma de liberación en toda la obra de la poeta. Pero es la tuberculosis, una enfermedad envuelta entonces en un halo de romanticismo, y casi una epidemia de la época, lo que ha querido ver el médico de Medicina Interna del Hospital Meixoeiro, Julio Montes, detrás de la angustia de la autora de la negra sombra. El artículo recién publicado: "Tuberculosis, una negra sombre en la vida de Rosalía de Castro", documenta los miedos de la escritora, en base a las cartas que ésta enviaba a su marido, Manuel Murguía: "Yo prosigo con mucha tos, mucha más que antes, aunque me cesaron los escalofríos [...] ¿Quién demonio habrá hecho de la tisis una enfermedad poética? Tú ya sabes que cuando estoy enferma me pongo de un humor del diablo, todo lo veo negro..." El autor del artículo asegura que Rosalía tenía "pánico a contraer la tuberculosis y, sobre todo, a que la padeciese alguien de su familia". Y no fue la tuberculosis, que tanto temió, sino un cáncer de útero el que, tras una lenta agonía, acabó con la vida de Rosalía de Castro.

Pero no fue la única escritora gallega cuyos textos quedaron impregnados de esta terrible dolencia. Emilia Pardo Bazán describe en su novela La Quimera (1905) con crudeza las progresivas fases de la agonía cursada por la enfermedad; también Wenceslao Fernández Flórez presenta en Volvoreta (1917) la tuberculosis, adscribiéndose a una teoría muy de boga en Galicia a principios de siglo: la de la predisposición familiar. En una época más tardía, Camilo José Cela recrea el ambiente de los sanatorios tuberculosos en Pabellón de reposo (1943). El precursor en el género había sido Thomas Mann, con La Montaña Mágica (1924), en cuyas páginas refleja su experiencia tres semanas en un sanatorio antituberculoso de principios del siglo XX.

Las biografías tienen miles de páginas sobre las vidas de los personajes más influyentes de la historia, pero muy pocas sobre sus muertes. "Patobiografías", se llaman los ensayos sobre las enfermedades de los célebres. Su fama es inmortal, pero los males que aquejan son de lo más común entre los mortales.

Las pintoras Tamara de Lempicka y Frida Kahlo, fumadoras y depresivas, fallecieron del mismo modo. El emperador Adriano aquejó cardiopatía isquémica. Y hay algo que une a Leonardo da Vinci (1542), el primero en describir una obstrucción coronaria, con el capataz Horemkenesi (1050 a.C), el primer caso conocido de muerte súbita, que quedó sepultado en una pirámide.

El mismo médico del Hospital Meixoeiro relaciona en otro ensayo las muertes de tres escritores: Antonio Machado, Terence Moix y Manuel Vázquez Montalbán. "Tres vidas cegadas por el humo", lo titula. El tabaquismo que acompañó a los tres personajes de diferentes épocas, los unió en la causa de su muerte: enfermedades pulmonares o infarto agudo de miocardio.